Un gusto por GDL

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La historia es muy sencilla, y por lo mismo asombrosa: a mediados del año pasado, un muchacho, entusiasmado por su ciudad, abrió una página en Facebook (facebook.com/yosoytapatioo: ojo, la doble es importante porque sin ella se llega a otro lado) y comenzó a publicar informaciones sobre Guadalajara: fotos antiguas y actuales, noticias, efemérides, historias, leyendas, etcétera. En unos cuantos meses se volvió un éxito: a la fecha sumamos casi 16 mil los que hemos dado «me gusta» en esa página, y cada nueva entrada acumula de inmediato hasta cientos de pulgares alzados y varias decenas de comentarios (una foto, publicada antier, de los puestos de pitayas y guamúchiles en las Nueve Esquinas, pronto llegó a gustarnos a más de mil 500, y casi 400 la compartimos en nuestros perfiles). Buena parte de los materiales que van difundiéndose ahí son aportados por los mismos seguidores, que los remiten al administrador para tal fin, y además éste realiza consistentemente un trabajo de investigación para alimentar la página con la historia de la ciudad y con las precisiones pertinentes (ubicaciones, fechas, nombres, datos) acerca de sus contenidos, de tal modo que todos los días resulta sorprendente y enriquecedor darse una vuelta para ver qué hay de nuevo.
El administrador se llama Luis Alberto Romo Herrera y tiene 17 años. Lo hace por gusto, evidentemente (estudia y trabaja, según ha relatado él mismo), y por gusto nos hemos ido sumando a su empeño los miles de entusiastas que encontramos ahí una forma tan natural de redescubrir nuestra ciudad. Trátese de fotos o noticias remotas o recientes, de la Guadalajara perdida e irrecuperable o de la Guadalajara presente y quizás todavía no del todo comprensible para nuestra vivencia, lo que hallamos ahí es ante todo una voluntad de reconocimiento de nosotros mismos. A mí me gustan, particularmente, las fotos antiguas que los seguidores envían y donde aparecen ellos mismos o sus padres o sus abuelos o sus tíos en lugares ya por eso significativos para su propia memoria, que en realidad es la de todos. Y, a diferencia de lo que me ocurre por lo común en Facebook, ese imperio de la boruca y de lo que no importa, puedo pasar buenos ratos leyendo los comentarios, en general dictados por un ánimo constructivo.
Pasa también que ahí se atestigua una singular simultaneidad del pasado y el presente de la ciudad: calles, edificios, plazas, comercios, comidas, tradiciones, fuentes, transportes, sucesos actuales o históricos (en días pasados, al recordar las explosiones del 22 de abril, la actividad de la página se incrementó notablemente por quienes pasaron a dejar sus testimonios o, sencillamente, a recordar), personajes notables y otros anónimos: un inestimable registro de la vida real de la ciudad, más allá de comprensiones oficiales o convenencieras, para saber mejor dónde estamos y qué nos toca hacer aquí. Y todo gracias a un gusto auténtico y simple, cuyos frutos ojalá sigan multiplicándose.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 25 de abril de 2013.

Pudor

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Qué tanto hace que José Luis Cuevas era todo un figurín: apuesto, seductor, con un aire de insolencia y arrogancia muy propio de quien se tiene por alguien favorecido por la fortuna y es celebrado por sus admiradores. Hace algunos años, ignoro si todavía, en el museo que lleva su nombre en el centro de la Ciudad de México, al ascender por una escalinata uno se encontraba con la fotografía silueteada en tamaño natural del pintor, en disfraz de vaquerito y posando como cuatrero que desenfunda las pistolas, puesta ahí para besarla: estaba llena de marcas de pintalabios. El penúltimo «niño terrible» del arte mexicano (siempre brotará alguno más), en buena medida gracias a su omnipresencia en los movimientos y en las inmediaciones de los personajes más conspicuos de la cultura nacional del último medio siglo, Cuevas era un artista cuya obra consistía, en buena medida, en la proliferación mediática y egotista de su propia persona. Ello, desde luego, no quiere decir nada en contra de la valía de su trabajo creativo, que debería juzgarse, de ser posible, desde perspectivas despreocupadas de los malentendidos de la fama. Pero el hecho es que quiso fama, mucha, la tuvo, la usufructuó durante mucho tiempo, y ahora está siendo su víctima de un modo absolutamente horrible.
Adicto a su propia imagen, Cuevas se tomaba una fotografía cada día. O casi: en el mismo museo, según su sitio web, se conserva un acervo de más de 12 mil, disponibles para la curiosidad de los interesados. (Es significativo que su debut haya sido el autorretrato, como «niño obrero», con que ganó un concurso de la Secretaría de Educación Pública a los seis o siete años de edad). Algo parecido sucedía con su «Cuevario», la columna periodística en la que desde 1985, primero en un diario, luego en otro, luego autopublicándola en internet, daba cuenta, sobre todo, de sí mismo: sus pareceres, pero además las incidencias de la vida íntima y del ámbito doméstico, los modos en que su celebridad se esparcía por el mundo (frecuentemente usaba la tercera persona para referir sus andanzas), sus recuerdos, sus amores.
El drama exhibido estos días, en horario estelar, es deplorable. Nos lo han mostrado desvalido y atrapado entre la mujer y las hijas, que para arrebatárselo no escatiman pormenores: sabemos, incluso, cómo éstas lo habrían hallado en el escusado, con los calzones en los tobillos y embarrado con sus deyecciones. Le hemos visto una pierna tumefacta; hemos conocido su mirada, otrora brillante por la mera alegría de ser José Luis Cuevas, arrinconada tras los tubos de oxígeno mientras se ve en la odiosa obligación de dar explicaciones y recontar su desventura como un viejo enfermo y aterrado. ¿Y alguien se acuerda de que existe algo llamado pudor? El diccionario de la RAE da dos acepciones para esta palabra: una es «honestidad, modestia, recato», o sea todo lo que ha faltado en este asunto, y otra, en desuso, que es «mal olor, hedor»: lo que lo infesta, para nuestro entretenimiento inclemente. 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 18 de abril de 2013.


Derechos II

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Los lectores, en general, nos enfrentamos continuamente con lo que, no por ser una obviedad, deja de constituir un problema fundamental: sólo leyéndolo se puede saber si un libro es bueno. Claro, podemos confiarnos al criterio de alguien más para orientar nuestras elecciones: los amigos, los profesores, los críticos, la tradición. Y también a las intuiciones o a las certezas de nuestro propio criterio: si más de una vez algún autor nos ha complacido, es muy probable que vuelva a hacerlo; si llegamos a aborrecer a otro, será difícil que lleguemos a encontrarlo estimable en un nuevo título. Pero el único juicio valedero provendrá de la experiencia personal. ¿Qué es un buen libro? Cada quien tendrá sus nociones, y yo me atengo a la siguiente: aquél del que salimos siendo distintos porque durante la lectura tuvo lugar un cambio significativo en nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Otros fines (querer pasar un buen rato, aprender algo, mejorarse, etcétera) me parecen borrosos y, en general, ajenos a la lectura de literatura —que de eso hablo: no es imposible que alguien se enfrasque en Cómo tener un vientre plano en diez días y le dé resultado.

​Al igual que los famosos «derechos del lector» de Daniel Pennac, que yo veo como subterfugios que distraen del ánimo crítico que debería alentar en una lectura que se quiera fértil y no como un mero pasatiempo, suele repetirse que no hay libro malo, que de cualquiera podrá obtenerse algún provecho. Y bueno: basta asomarse a las mesas de novedades para constatar cómo lo que más hay en el mundo son libros pésimos y, lo más grave, perniciosos al persuadir a tantos lectores de que son lo contrario. La dificultad para diferenciar unos de otros únicamente puede subsanarla el tiempo, las muchas lecturas al paso de las cuales vaya afinándose la atención. Pero esta vía, que también parecerá una obviedad, está constantemente amenazada no sólo por una deficiente educación (la carencia de fundamentos para saber hacer distingos desde las etapas tempranas en la vida de un lector), sino además por los influjos del mercado y de las concepciones imperantes de cultura, por lo general malentendidos que prosperan hasta que otros malentendidos vienen a reemplazarlos.

​Hace poco me pasó de nuevo, por ingenuo o por necio: compré la más reciente novela, muy festejada y ensalzada, de un autor famoso (y omnipresente además en la cultura del momento y en la discusión de la cosa pública). Cara, y además mal editada —ésa es otra: los editores mercenarios que entregan malhechuras, piezas en absoluto cuidadas, traducciones infames: timos, en suma, pero siempre lanzados, y recibidos, como si fueran las maravillas insuperables—, resultó una rotunda bobería. Las dos tardes que le dediqué me fue violentado descaradamente mi derecho a leer buenos libros. ¿Quién garantiza el respeto a este derecho? Nadie sino uno mismo, en la medida en que esté alerta.

 

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de abril de 2013.