Suerte

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 Las mejores supersticiones son las que resultan más irrenunciables en la medida en que menos fundamento tengan en la razón o en la experiencia: aquellas a las que nos sometemos y que se nos vuelven por completo incuestionables aun cuando no las certifique evidencia alguna y por más que sea imposible dar con las explicaciones de su origen. Tampoco es fácil saber cuándo se empezó a creer en ellas, y si se piensa un poco tiene tan poco sentido tratar de escapar de su influjo como aceptarlo y obstinarse. Por ejemplo: desde que recuerdo, (toda superstición es un saber infuso, por mucho que el momento de la revelación esté borrado de la memoria) que hay una forma infalible de conocer la suerte que a uno lo aguarda para todo el año que se estrena al salir a la calle y ver al primer ser vivo. Este saber es crucial, y a ver quién me desengaña.
            Supongo que me lo dijeron mis papás o mis hermanos, en la infancia —y no he sabido de otras familias que crean en lo mismo, por lo que esta superstición está además refrendada por un valor de autenticidad tribal que incluso la vuelve entrañable, y que la perpetúa: apenas mi hijita esté en condiciones de prestarme atención me propongo enseñársela también—: en la mañana del 1 de enero íbamos cotejando los vistazos que nos habían sido deparados, con mayor o menor fortuna (había que aceptar la intervención de la casualidad, pues era imposible elegir a quién nos encontraríamos, pero también, paradójicamente, esa casualidad había que tomarla como una premonición o un designio en absoluto azaroso). ¿A quién viste? Luego venía la interpretación: si el emisario era un vecino paquidérmico, podía significar que el año te regalaría con abundancia —o que acabarías engordando ridículamente—; si era una viejita reseca, te esperaban privaciones, reumas, amarguras sin fin. Mi papá siempre era el primero en salir a la calle, y año con año se topaba con el barrendero pediche, que pasaba por la basura. ¿Cómo entender una reiteración así? Las apariciones preferibles eran las de alguien joven, de buen ver: las vecinas de al lado calificaban muy bien para eso, pero malamente eran haraganas y se levantaban tarde (más ese día, que es el día mundial de la pereza). O en todo caso un niño: así no había riesgo, y el año se te ofrecía alegre, lleno de esperanzas y de posibilidades. Lo peor era ver a alguien cuya facha lamentable impidiera lecturas benévolas: si veías a un borrachín andrajoso o a alguien extremadamente feo, ya te amolaste: así iba a ser tu año. Yo, claro, salía ya dispuesto a impresionarme e implorando que el emisario fuera el menos indeseable, y pasaba el resto del día conjeturando qué podía significar que se me hubiera aparecido el carnicero de la esquina, un transeúnte de apariencia insulsa, un perro despreocupado.
            Lo más raro —y lo más natural— es que la impresión se disipaba pronto: un día después ya ni quién se acordara. Pero al año siguiente no había escapatoria. Como no la habrá éste: ¿qué suerte me va a tocar ver?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 29 de diciembre de 2011.

La FEG

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 Foto: Mural

Por ahí debo conservar la credencial que me acreditaba como integrante de la Federación de Estudiantes de Guadalajara en los años en que fui eso, estudiante: en la preparatoria (la Escuela Vocacional de la UdeG, «La Voca») y en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad. Quiero creer que al terminar mis estudios y pasar a la nebulosa categoría de pasante —en la que me atoré un tiempo vergonzante: once años tardó el nene en titularse—, mi membresía a la FEG se canceló solita... ¿o habrá sido vitalicia? Porque nunca hice nada por darme de baja. ¿Por qué pertenecí a la FEG? Por la misma y sola razón que miles de universitarios a los que se nos hacía obtener ese plástico con foto en el instante en que éramos admitidos en la UdeG: para pagar el camión más barato.
       Por lo demás, mi comprensión de la existencia de esa organización estaba dibujada por nociones borrosas de una mitología gangsteril (los integrantes más conspicuos en la historia de la FEG habían sido matones sólo distinguibles por sus apodos y sus fechorías: el llamado «Pelacuas» habría llegado a secuestrar a Olga Breeskin, otros habrían participado en balaceras y atracos cuyos móviles eran menos importantes que la impresión que habían dejado en la sociedad tapatía), y también por lo que llegaba a ver de las conductas de los «dirigentes» de mis rumbos: catervas de individuos impresentables, conocidos como «El Comité», que campeaban por los pasillos de la escuela o se reunían en el cuartucho que les estaba reservado (por las autoridades de la escuela, desde luego), y con los que más convenía no tener ningún trato —salvo, claro, que uno quisiera formar parte de «El Comité». Gozaban de facultades para prosperar (y hacer prosperar a sus adeptos) consiguiendo calificaciones y justificando ausencias por la vía de la coerción y en virtud de su prestigio intimidante. También hacían mitotes y pachangas, e influían sobre la marcha de lo cotidiano en la escuela gracias a la connivencia de las autoridades universitarias, complacientes incluso con sus actividades extraterritoriales: robo a mano armada de camiones de refrescos o cervezas, por ejemplo —aunque dizque amparándose siempre con «oficios»: auténtica delincuencia institucionalizada. Incluidos el vandalismo y el daño a la propiedad ajena, la portación de armas, la celebración de elecciones que acababan en estampidas y batallas campales y las edades de los «fejosos» (preparatorianos que rondaban los 30 años), todo nos parecía muy natural.
        Y por lo visto así ha seguido siendo: aunque su rango de acción se vio mermado en los últimos años, que la existencia de esta organización execrable haya sido algo tan normal no sólo para la UdeG, sino para toda la sociedad, explica mucho del estado actual de descomposición de las cosas. Y el recordatorio infame de dicha existencia que tuvo lugar hace unos días —los cinco muertos hallados en el edificio siniestro de la FEG— corona una historia sangrienta y nauseabunda que a todos nos debe avergonzar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 22 de diciembre de 2011.

Quid pro quo

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No conozco a una sola persona a la que le gusten los intercambios navideños. Seguramente las habrá, si no por qué siguen existiendo. Y exagero: tal vez sí conozca a más de algún entusiasta, pero llegado el momento prefiero hacer como que no: conforme va materializándose la amenaza de los papelitos, lo mejor es hacerse el desentendido. Los intercambios —en familia, entre compañeros de trabajo o de estudios, entre desconocidos (que son los peores)— son terreno óptimo para el desencuentro o la decepción recíproca, para las interpretaciones equívocas de las intenciones, e invariablemente terminan propiciando resquemores, suspicacias, maledicencias y animadversiones por lo general irreparables. Porque los rige el azar —o debería: pero no hay tómbola que no admita trampas—, toda ilusión depositada en ellos corre el riesgo de ser defraudada: sea porque quien nos regala resulte el prójimo más indeseable, sea porque éste nos haya tocado en suerte —y no alguien a quien habría sido más difícil amargarle el rato, que al fin será siempre lo más seguro.
       En el surtido de atavismos inexplicables de estas fechas —del ponche imbebible con cacahuatitos que se atoran en el gañote a las luces de Bengala que incendian viviendas, pasando por la piñata que descalabra, los villancicos de Pandora y la dilapidación irresponsable del aguinaldo—, el sinsentido del intercambio de regalos empieza en su carácter conminatorio: si le entras, aceptas la alta probabilidad de dar algo que no querías a alguien que tampoco; si no le entras, eres un acedo. Y termina por ser una obligación que ha de cumplirse con urgencias, forzando el ingenio —para que uno no quede tan mal ni el presupuesto muy raspado— y teniendo que poner buena cara cuando se descubre que, lo que sea que uno haya merecido, resultó inmerecido: un quid pro quo del desengaño, una embarazosa danza ritmada por la incertidumbre y la constatación de los sorprendentes grados de estima en que nos tenemos unos a otros.
        Porque los intercambios incomodan a todo mundo es que han surgido variantes sólo relativamente preferibles —lo preferible por completo sería evitarlos de plano—: por ejemplo el trueque de porquerías, según eso con fines jocundos, en el que se prescribe expresamente que los regalos han de ser bromas baratas (una caca de barro de San Juan de Dios califica a la perfección), prendas usadas (inservibles, entre más ridículas mejor), objetos que aludan a defectos o carencias evidentes del receptor (una faja para la gorda, un peine para el pelón, un jabón para el hediondo) o cualquier cosa que cumpla con ser desconcertante: una tía mía regaló una vez dos vasos de veladora (usados). O la modalidad dinámica, en la cual van canjeándose los regalos, sin abrir y juzgando sólo por lo bromoso o espectacular del paquete, según se intuya cuáles serán menos espantosos: puede prolongarse por horas, hasta que sea momento de abrirlos y empezar a lamentarse. Malas costumbres, en todo caso —e indispensables, por lo que parece.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 15 de diciembre de 2011.

Nada más

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¿Qué es lo más importante de las sandeces que soltó el candidato cuando le preguntaron por los libros «que lo han marcado»? (Vaya pregunta cursi, además: cómo se responde a eso). Pues que no importan en absoluto. El candidato (como no se sabe ya, con los candados para dizque preservar la equidad en las campañas, qué tanto y cómo ha de referirse uno a los contendientes, vamos dejándolo en Gomitas)... El candidato Gomitas pudo contestar lo que le nació, que es lo que vimos: apuros y balbuceos que dibujaron bonitamente no sólo su ignorancia, sino también su obstinación en la estupidez: terco, arrogante, ¿no oía las risas, no veía a sus gatos que le hacían señas para que se callara? También pudo haber salido con una respuesta desconcertante: «Los libros que me han marcado son La muerte de Virgilio, las Poesías de Margarito Ledesma y la Miscelánea Fiscal». O haberla librado con la entereza del hombre que se debe a su causa: «Ningún libro, yo no leo, soy un asno, como todos ustedes saben, y seguiré siéndolo por la unidad de mi partido y por el bien de México». Habría dado perfectamente lo mismo.
       Lo más triste del episodio es su irrelevancia, por mucho que se esponjara gracias a la retoñita de Gomitas, quien vino a pendejearnos a cuantos nos reímos y seguimos riéndonos de su papá, y gracias también a los otros tontos que salieron enseguida a decir sus libros: el que, airoso, se confesó lector de Laura Restrepo (y le cambió el nombre al nombrarla) y el que vino con la ridiculez de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (ay, tú: hiciste que se me apachurrara el patrio corazón). Si acaso, la consecuencia más grave será que todo político en campaña —y de visita en una feria del libro, especialmente— traerá sus tarjetitas preparadas para una emergencia... y eso si Gomitas no es rencoroso, que sí ha de ser, y si no se cobra el agravio en cuanto pueda, disolviendo el Conaculta o lanzando una nueva versión, recargada, del programa Hacia un País de Lectores.
       Más allá de la botana, y de las reflexiones azotadas que menudearon por todos lados luego del desfiguro —un columnista en la cumbre del candor le dirigió una sentida carta a la hija del candidato, reconviniéndola por ser tan fresa y tan mensa—, lo cierto es que Gomitas no perdió un solo voto por revelarse alérgico a los libros: esa carencia suya, si hay que calificarla así, no puede reprochársela la incontestable mayoría de mexicanos ajena, como él, a la lectura, y en todo caso nos podría concernir a muy pocos. También quedó subrayada la avidez de la prensa —no toda: la hubo ciega a la gansada de Gomitas—, y del reducidísimo porcentaje del electorado que en ella se informa, y de la todavía más reducida proporción de usuarios de redes sociales, cuando brota una perla así (de Gomitas o de cualquier otro): como ya era de esperarse, y ahora es evidente, la competencia es por ver cuál es menos hocicón, menos imbécil o menos cínico. Y lean o no lean —que no leen, y no importa— va a estar reñida.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 8 de diciembre de 2011.

El mejor papel

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Foto: FIL/Bernardo De Niz

Es inevitable: al llegar al final de la FIL me quedo con la paradójica impresión de que estos nueve días han sido demasiados (tanta agitación, tanto gentío, tan vacía la cartera luego de tantos libros, boletos de estacionamiento, cafés, tacos y gastos irreconocibles) y, al mismo tiempo, demasiado pocos. Lo dije al principio y lo he verificado nuevamente: la FIL es un oasis y su espejismo, una ilusión fugazmente materializada en la que es posible, en medio del desconcierto imperante, sumergirse en un frenesí pletórico de ocasiones para el descubrimiento cuya principal razón de ser son los libros. De ahí que, a quienes reincidimos —y venimos haciéndolo desde hace 24 años—, la feria nos importe que sea llevada por el mejor rumbo, enriquecida con programas mejores cada vez y defendida de las inercias, las estrecheces y los vicios que pueden acecharla. En medio de la catástrofe imperante, este espacio y lo que sucede en él constituye una circunstancia excepcional en la que debería tener preeminencia el ejercicio de la inteligencia constructiva, a despecho de frivolidades, conveniencias políticas, veleidades del mercado y ocurrencias de toda índole.
         Este domingo espero un buen cierre con el homenaje que recibirá Guillermo Sheridan como periodista cultural. Será un gustazo oírlo, espero, porque pocos como él están leyendo la realidad nacional con tal agudeza y, lo mejor, con tan saludable sentido del humor. Por otro lado, también me interesa entrar a la presentación del libro Nuestra aparente rendición, fruto de la admirable labor emprendida por la escritora Lolita Bosch en pos, precisamente, de concentrar mucho de lo más relevante que se piensa al respecto del espeluznante estado de cosas (a las 11:00, en el Salón C del área internacional); enseguida, ahí mismo, se presentará 72 migrantes, proyecto derivado del de Bosch a raíz de la masacre de San Fernando, Tamaulipas, y coordinado por la extraordinaria periodista Alma Guillermoprieto, para que los muertos en esta locura no queden sólo como cifras sin rostro y sin historia.
            Y a terminar de pasear con Regina, mi bebita, quien por lo visto está encantada con la FIL. Disculpas anticipadas a todos los prójimos que andaremos golpeando en los tobillos con la carreola. Hoy vendrá por tercera vez, y la llevaremos a FIL Niños —sin duda algo de lo mejor que tiene la feria; todavía no tiene edad para entrar a los talleres, pero ¡qué ganas les trae!—; también a que escoja todos los libros que quiera (bueno, aunque todavía no hable nos bastará con que pele los ojos o les sonría), y a corroborar en mi caso lo que yo jamás me imaginé: el mejor papel que me ha tocado desempeñar en la FIL es el de papá. Se siente estupendamente bien.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el domingo 4 de diciembre de 2011.


Insensatez

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Foto: FIL/Natalia Fregoso

Comprar libros en la FIL tiene sentido siempre que se verifique alguna de las siguientes condiciones: primera, que se trate de títulos que sea sumamente improbable encontrar en otra ocasión (imposible nunca es, porque existe internet); segunda, que los precios en la feria sean efectivamente menores que en otros lados, cosa rarísima, pues me he dado cuenta de que varios expositores encarecen sus mercancías con el fin de simular, ya en la FIL, que aplican un descuento, con lo cual los libros terminan costando lo mismo que en una librería —en el mejor de los casos, pues en la simulación se las arreglan para acabar fregándote de cualquier modo—; tercera, que el deseo de los libros en cuestión sea poderoso e irreprimible, al grado de saltarse las dos primeras condiciones e incurrir en la insensatez —y es lo que siempre me pasa, por eso acabo con la maleta reventando... y por eso cargo maleta, porque ya me conozco bien. ¿Cómo resistirse? Por ejemplo con los libros ilustrados de El Zorro Rojo, en el área internacional: bellísimas publicaciones de alta literatura editadas con un primor que yo no he visto en otro lado.
         Interrogado por un reportero, un comandante de la Policía de Guadalajara calculó que en el transcurso de las 9:00 a las 13:00 horas de este viernes habrían entrado a la Expo entre 18 y 20 mil almas. Por su parte, la Secretaría de Vialidad contó alrededor de 90 autobuses circulando o estacionados en las inmediaciones. Las cifras no sonarán exageradas para quienes presenciamos el tumulto, y a riesgo de ser machacón, no quiero dejar de insistir sobre lo pésimo de esta costumbre de la FIL: inundarla con cargamentos de estudiantes que no sólo ignoran a qué vienen (los profesores se desentienden de ellos y los sueltan a que hagan el desmadre que quieran), sino que quedan vacunados para nunca regresar por su cuenta, al fin que ya vinieron —porque no les quedó remedio— y por qué diablos habrían de volver, si ya vieron lo que tenían que ver. Además es peligrosísimo: ¿se espera que suceda una desgracia (una estampida, estudiantes sofocados o malheridos) para poner remedio? Es una lástima —pero qué bien se esponjan las cifras de asistencia así, claro. La cara más desagradable de la FIL.
            Aunque quién sabe: este sábado estará Peña Nieto, y seguro que eso gana: la feria como un escenario para el provecho propagandístico de éste y los otros que ya han pasado. O qué tal esto: también estará Yordi Rosado, que se ha convertido en uno de los infaltables (y, desde luego, en uno de los autores más celebrados cada año). A desentenderse de todo eso, y mejor refugiarse en la búsqueda de libros, para perseverar en la placentera insensatez.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el sábado 3 de diciembre de 2011.


Experimento

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Foto: FIL/Paola Villanueva Bidault

 La tarde del miércoles en la FIL hice un experimento: compré un libro aun cuando tenía muchísimas razones para no comprarlo —entre otras su fama, y es que he descubierto que me guío por un principio (o un prejuicio) que consiste en eludir hasta donde sea posible aquellos títulos de los que se habla mucho, los que todo mundo está leyendo (o diciendo que los lee) y a los que se adjudica el ilusorio valor de inusitados, rompedores, revolucionarios o cualquier otra etiqueta que únicamente podrá colgarles el paso del tiempo—; además, tuve la mala pata de entrar a su presentación, que resultó un acto irritante, protagonizado por el autor y dos patiños, empeñados los tres (con poco éxito) en ser chistositos y en desententenderse de dar al público presente ninguna información atendible, no digamos para leer el libro, sino ni siquiera para saber de qué se trataba. Una pérdida de tiempo, pues. A pesar de ello, fui a tomar un ejemplar, lo hojeé y con eso tuve para correr el riesgo. A ver qué tal. Y el objetivo de mi experimento consiste en corroborar mi sospecha de que las presentaciones de libros no sirven para nada, que en general tienden a ser las celebraciones desabridas y tediosas de un ritual que se verifica sólo porque es eso, mera costumbre: prueba de la escasa imaginación con que editores, autores y promotores anuncian sus mercancías, cuando las más importantes razones con que el libro cuenta para seducir a un lector están ya en sus páginas y deberían bastar.
         No todas las presentaciones son desperdicio, reconozco. Por ejemplo: entré también a la de Redentores, de Enrique Krauze, y me gustó ver cómo Javier Sicilia asumió su responsabilidad con toda seriedad y con mucha lucidez, redactando un ensayo para la ocasión que me pareció ejemplar: una lectura crítica y generosa para los posibles lectores que estábamos ahí, antes que obsequiosa para el autor —porque luego eso pasa: todo se va en chulearse y sobarse el lomo mutuamente.
            Este viernes arranca el Encuentro Internacional de Periodistas, y promete ponerse bueno. A las 12:30, en particular, hay una mesa con dos cronistas (Marcela Turati y Alejandro Almazán), un fotógrafo (Alejandro Cossío) y un novelista (Élmer Mendoza), que hablarán sobre el presente espantoso de México. Por lo demás, se presenta una colección de libros bellísimos, Hormiga Iracunda, con dos narradores excepcionales, Alberto Chimal y Ana María Shua (a las 17:00 en el Salón B). Y bueno, ¡es la venta nocturna! ¿Sí será? Que yo no he oído gran cosa. Ojalá, porque, por asombroso que parezca, la gente que viene a la FIL sí quiere comprar libros, y si éstos se ponen de modo, con descuentos apetitosos, todos salimos ganando.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el viernes 2 de diciembre de 2011.

Pirotecnias

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Iba a poner una foto de Vallejo, pero ya estuvo suave. Mejor pongo esta de Nicanor Parra, quien sale en este artículo y a quien acaban de anunciar que le dan el Cervantes. ¡Ésos son premios, no payasadas!

 ¿Si me reí con el discurso de Fernando Vallejo al recibir el Premio FIL? Pues sí, un poco. Creo que cuando se puso a canturrear la de la burrita («Arre que llegando al caminito...», le dio por gorjear). Por lo demás, sus dizque invectivas contra políticos, curas y carnívoros, contra sus propios papás y contra la humanidad en general, me confirmaron en el desinterés más completo por un escritor cuya forma de figurar en público —más allá de sus libros, quiero decir— consiste en la caracterización de un personaje que se quiere provocador, impertinente, claridoso, radical en sus juicios acerca de cualquier materia que salga al paso, vociferante, deslenguado, irreprimible y lanzado a decir lo que piensa siempre que se le ponga un micrófono enfrente (ah: según eso también es alérgico a los micrófonos, y cuando ya no puede esquivarlos se pone socarrón). Claro: que interprete al personaje que quiera, e incluso si está dispuesto a creérselo, allá él. El problema con personajes así —mi problema, quiero decir— es cómo la atención que inmediatamente se les dispensa llega a convertirse en una detestable distracción de asuntos más importantes, y cuánto se pierde a causa de esas distracciones, alimentadas por la voracidad que los medios tienen por el argüende insustancial y por lo desprevenido que puede estar el público de esos medios al presenciar el relajo y acabar yéndose nomás por ahí.
            Conviene recordar, en primer lugar, que la capacidad del público y de los medios en México para reconocer y asimilar ironías y sarcasmos es ínfima, y que cuando alguien suelta lo que parece una barbaridad, haya querido o no hacerse el gracioso, nadie le entiende y automáticamente se ve orillado a explicarse. Luego del discurso de Vallejo —a qué enorme distancia, ¡ay!, de la pieza deslumbrante que pronunció Nicanor Parra cuando le dieron el Rulfo, o de las palabras entrañables de António Lobo Antunes, por poner dos ejemplos de escritores que recibieron el mismo galardón con altísima dignidad poética— me ha tocado oír y leer de todo: desde la inconformidad «airada» del alcalde de Tlaquepaque, presente en el acto y encabritado al punto de largarse rabiando (que a quién le importa, por lo demás), hasta las declaraciones entusiastas con que muchos han querido suscribir las palabras del colombiano, pasando por la indignación de un funcionariete de la cultura que exigía, entre trago y trago de cerveza, que se le retirara la nacionalidad mexicana al muy insolente. Y durante varios días en la FIL pareció que sólo se hablaba de eso.
            No está mal que alguien, como Vallejo haciendo uso de su turno en los reflectores, incomode a quien sea. Es más: hasta divertido puede ser. Lo triste es que sólo haga eso, en una ocasión —la entrega de un premio importante— propicia para que nos ocupemos, así sea excepcionalmente, de la literatura. Pero ya lo dijo el propio escritor en su encuentro con jóvenes en la FIL: «A mí la literatura no me interesa mucho». Así que ahí lo tenemos: bien dado este premio, ¿no?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 1 de diciembre de 2011.

De tarea

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La expresión de la chamaca que se acerca a pedirle la firma a JVM: «Maldito profe, para qué me mandó con esta vieja». Foto: FIL/Bernardo De Niz

«¡Ay, amá, ya te dije que no me puedo ir porque estoy haciendo tarea!»: es lo que chilla una chamaca a su celular, mientras se apresura, cuaderno y bolígrafo en mano, rumbo a la encomienda que su profesor (de prepa, me imagino) le haya encargado. He visto ejemplares de esta angustiada especie por todos lados: llenando varias filas de presentaciones y mesas redondas, o sembrados como una maleza proliferante en el suelo mientras esperan a que Alejandro Jodorowsky —que, evidentemente, ignoran quién es— se digne a llegar a dar autógrafos. Se copian las respuestas a los cuestionarios prescritos, garabatean títulos de libros, nombres de autores, datos que no le importan a nadie —a ellos menos que a nadie— para conseguir la calificación. Y en cada puñado de este «público» (que, desde luego, contará para engordar las cifras con que al final la FIL dé cuenta de su «éxito», como siempre) va enconándose la aversión a la lectura y lo que hay en sus alrededores: esa odiosa obligación ideada por profesores incapaces de imaginar nada más.
         La tarde del martes y la mañana del miércoles ya puse más atención en ver en qué se me va el tiempo en la FIL. En este orden: 1) desplazándome entre el gentío; 2) atorándome por los integrantes de ese gentío que resultan conocidos y con los que es indispensable detenerse para conversar; 3) demorándome con los conocidos cuya conversación —en general reiteraciones de lo aburrida que se ha vuelto la FIL— me hace olvidar a dónde iba; 4) yendo al baño o a fumar; 5) entrando al fin a alguna presentación, y 6) viendo libros. He comprobado que esto último es lo mejor. Ahora mismo vengo de hallarme una auténtica maravilla, que es el nuevo libro de Juan José Arreola. Así como se oye: un volumen, bellamente editado, en el que Alonso y José María Arreola compilaron las cartas que su abuelo escribió a su abuela, acompañadas por testimonios familiares y fotografías: Sara más amarás, se titula, y acaba de ser publicado por Joaquín Mortiz (se encuentra en el stand de Planeta).
            Este jueves, gracias principalmente a la tradicional infestación de estudiantes acarreados, la FIL estará menos desolada de lo que se ha visto desde el lunes. Creo que se perciben los efectos de la austeridad imperante en la Universidad de Guadalajara, particularmente en este año de apretones presupuestales y despilfarros como la feria de Los Ángeles y la Feria Internacional de la Música. Yo había marcado en mi programa entrar con el israelí Etgar Keret, pero canceló. Así que sólo preveo estar en la presentación de Breve historia de la medicina, el nuevo libro de Francisco González Crussí —a mi juicio, el ensayista mexicano en activo más estimable que hay. A las 18:30, en el Salón Antonio Alatorre.

Publicado en la columna «¿Tienes feria?», en el suplemento perFIL de Mural, el jueves 1 de diciembre de 2011.