El Fua

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Charles Lamb, él sí un borracho memorable.

El cumplimiento de las responsabilidades, los retortijones de la Patria, el bienestar de los llamados «seres queridos», Chávez cotorreando con Fidel, el Papa picándole al iPad, las despensas de Eruviel, las calenturas de la Sub 22... cualquier ocupación o preocupación espesada por la ocurrencia siempre grave y ceñuda del presente: ¡la cantidad de trivialidades que amenazan con disipar nuestra atención, cuando hemos de dársela toda, sin regateos, absortos, al elegido en turno de la fama! La apoteosis, el martes pasado, tuvo lugar en torno al desventurado protagonismo de un pobre diablo en un noticiero televisivo: un borracho que se hallaron tirado, y el video de cuyas gracias luego fue esparcido por el ciberespacio...
       Pero vamos por partes: a estas alturas, ya será raro —muy raro, tanto como para sospechar que a uno lo han secuestrado los extraterrestres y que ha ingresado a otra dimensión— no saber de la celebridad que ganó, en tiempo récord, el briago conocido como «El Fua»: estrella del momento en Twitter, con incontables fanáticos, tan instantáneos como entusiastas, muchos de los cuales reproducían la dirección a la que había que dirigirse para ver el video, el sujeto —por lo visto alentado por quienes lo rodeaban— hacía lo único que le puede salir bien a alguien en su estado: desfiguros, quién lo va a negar, francamente risibles —si bien está garantizado que una exhibición de esta naturaleza pierde su gracia a la tercera vez que se ve: estos hits tienen una caducidad muy estricta. Pronto fue trend topic (el honor que alcanzan los temas que acaparan el interés de las multitudes en el universo de los 140 caracteres), desbancando a otros asuntos de vital urgencia, como #vomitocomoanahí (el signo de gato facilita la identificación y el eco de estos trend topics: nota para cavernícolas como yo, que apenas voy entendiéndolo). Y el mundo feliz, a la risa y risa.
       «Contempladme entonces, en el periodo más vigoroso de la vida, reducido a la imbecilidad y la decadencia», pedía el ensayista inglés Charles Lamb en sus «Confesiones de un borracho», la pieza inolvidable donde se explicaba conmovedoramente en un rapto de lucidez, entre el final de una tempestad alcohólica y el comienzo de la siguiente. En la contemplación de hombres así reducidos —«El Fua» revivió la fascinación incontenible por «El Canaca», otra luminaria del escarnio, que mantuvo por mucho tiempo ardiendo las risotadas de la nación—, en el regocijo que desata su encarnación del ridículo, ¿hay una suerte de alivio por cuanto quedan conjuradas, así sea ilusoriamente, nuestras peores posibilidades? ¿O qué quiere decir todo esto de los cientos de miles, o millones, que pasamos a ver y a carcajearnos? Ya me puse lóbrego, me temo (amén de pedante: qué es eso de sacar a Lamb a la primera provocación, y qué es eso de decir «amén de»). Malamente. O qué importa: todo será cosa de esperar el esperpento venidero, la novedad nauseabunda que nos arrebate y nos posea irresistiblemente, que no tardará.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 30 de junio de 2011.

Cuál, cuál

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No he podido dar con la fuente de donde saqué esta información, acaso descabellada, pero también suficientemente verosímil; según yo, hace algunos años se habría levantado una encuesta (seguro por cuenta de un periódico, que los periódicos saben incurrir en semejantes ociosidades, y sus lectores ociosos las admitimos y les prestamos la atención excesiva que delimita las regiones más inútiles de la vida), y dicha encuesta habría tenido un alcance mundial, por lo que su resultado tenía la autoridad que da lo planetario: a la pregunta de cuál debería considerarse la palabra más cursi del idioma español, las multitudes hispanohablantes respondieron mayoritariamente: pompis. Yo he venido creyéndolo desde entonces, pero con una reserva: aunque juzgué esa elección correcta, creo que debe considerarse esta posibilidad: pompitas (como en la expresión: «Me duelen mis pompitas»).
    Ahora me entero de que hubo un concurso para elegir la palabra más bonita del español —demasiado tarde me entero: amigo de las ociosidades, me habría encantado entrarle. Promovida por el Instituto Cervantes con motivo de la celebración de un día dedicado a este idioma, la competencia fue entre 30 palabras propuestas por otras tantas «personalidades» (los cervantinos entienden por «personalidad» un común denominador que afilia a Shakira con Antonio Gamoneda, con el recientemente indiciado Emilio Botín y con Diego Forlán). Votaron 33 mil personas por internet —esa representación ilusoria de lo «mundial»—, y alegremente se dio a conocer, el 18 de junio, que había ganado una palabra que no es española, sino quizás otomí o purépecha: Querétaro. La propuso el actor Gael García Bernal («Podía haber sido un guapo más si no fuera por esa mirada ambigua y desafiante, llena de azul», lo define su emocionante presentación en la página donde se llevó a cabo la votación), quien argumentó, entre otras guapas razones: «Además es larga, y tiene esta mezcla de la q, la u, la e...».
    La verdad, no había mucho de dónde escoger: murciélago (Boris Izaguirre), Santander (el supradicho Botín), Jesús (Juan Luis Guerra), investigación (Margarita Salas). Shakira propuso meliflua —habrá entendido que le preguntaron por la palabra que la define—, Vargas Llosa la previsible libertad. Faltaron ocurrencias mejores, qué se le va a hacer: inguinal, gorupo, clembuterol. Pero, aparte de eso, ¿para qué querrá un idioma que se le haga propaganda, y para qué un concurso de belleza, si los hablantes se encariñan por cuenta propia con las voces que llegan a volvérseles indispensables? Y además: ¿qué es lo bonito? (Me acordé de una maestra inepta de literatura en la prepa, que quiso explicarlo a lo largo de todo un semestre, sin conseguirlo). Ojo, que la cursilería es contagiosa, y lo peor de cursilerías como este concurso es que invariablemente nos meten en el brete de hacer nuestras propias deliberaciones —ociosísimas, desde luego.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 23 de junio de 2011.

Rápido

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El crítico literario Harold Bloom podrá ser un cascarrabias y un ideático, y sus juicios a menudo parecen chapotear en un fanatismo que llega a volverlo indigesto o hasta ilegible; pero también, en libros como El canon occidental o Cómo leer y por qué, puede ser un estupendo provocador cuya vehemencia pasa por una forma de lucidez irresistible: claro, es un formidable lector, y cuando pone su erudición al servicio de ciertas verdades incontestables (la primacía de los valores estéticos por encima de malentendidos históricos o políticos, es decir: la defensa de la literatura ante las chabacanerías promovidas por las buenas conciencias o la rapacidad mercantilista o partidista, de cualquier signo), conviene prestarle atención. Entre otras cosas dice que leemos básicamente porque estamos solos (las presencias más próximas pueden llegar a fallarnos o a faltarnos), y porque nos vamos a morir: la lectura es la sola posibilidad efectiva a nuestro alcance de multiplicarnos en otras vidas.
    Bloom enseña además que, como disponemos de poco tiempo (de aquí a la tumba, y eso si alguna desgracia no nos deja impedidos), más vale que escojamos bien lo que habremos de leer, y que una buena forma de orientarse —es el principio operativo de su Canon, digamos: la lista de lecturas que todos deberíamos ir palomeando antes de abandonar este mundo— es tener en cuenta a la tradición: salvo escasas excepciones, los siglos con sus insistencias no pueden estar tan equivocados. La novedad es, por lo general, desdeñable o prescindible: poco digna de confianza. Así, puestos a elegir entre las Meditaciones de Marco Aurelio y una novela de vampiros de Carlos Fuentes, por ejemplo, no habría mayor dificultad. Pero ojalá fuera tan fácil: ¿se supone que debamos omitirnos radicalmente del presente? ¿Y si ahora mismo están siendo publicados los libros del nuevo Kafka o del Plutarco de la era informática? ¿Qué hacer con la intuición, y peor, qué hacer con la curiosidad por los contemporáneos? ¿Cómo sortear los estruendos de la publicidad, el rumor insidioso de la actualidad, la perplejidad ante la aclamación multitudinaria que obtienen los llamados best-sellers, como la Trilogía Millennium de Stieg Larsson?
    Acabo de leer el primero de estos libros, en concreto, y creo que me sirvió para comprender su éxito: es entretenido. No perdí mucho tiempo (la velocidad que impone su lectura debe de ser su mayor virtud), pero a dos semanas ya el recuerdo es borroso y resumible de este modo: se trata de unos locos que matan muchachas y los descubren. Fin. Y nada más: salí igual que como entré. Acaso revista más interés la historia en torno al autor malogrado —que por estos días está resucitando como supuesto campeón de la sociedad—, así como las razones de que sus libros se vendan por millones. Pero en este punto, me parece, es aconsejable regresar a Bloom, y tener en cuenta cómo va corriendo el reloj: todavía quedan unos cinco mil años de dónde escoger mejor.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 16 de junio de 2011.

14 de junio de 1986

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Creo recordarlo más o menos asi —y no tengo otro remedio que confiar en la verosimilitud del recuerdo—: hace justo veinticinco años, en Guadalajara, yo oía por la noche el programa que el locutor Juan Olvera conducía en la estación radiofónica Stereo Soul. Cada semana, en esa emisión se podía escuchar el disco de un concierto completo de algún grupo de rock, sin cortes. Pero ese 14 de junio de 1986, Olvera interrumpió para dar la noticia: «Acaba de morir, en Ginebra, el escritor argentino Jorge Luis Borges». A continuación dijo un poema, «Las cosas» (quiero creer que lo dijo, no que lo leyó, pero cómo saberlo):

El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde

una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,

ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.


Fue mi primera noticia de Borges: simultáneamente, la de su existencia y la de su muerte. A otro día, en la librería Casarrubias, busqué un libro suyo. El Aleph, supongo que porque fue el primero que encontré. Y desde entonces, el deslumbramiento incesante: desde ese poema, una de las noches centrales de mi vida. Yo qué iba a saber.

(Hace algún tiempo escribí este ensayo, recogido en el libro Las encías de la azafata, por si alguien gusta pasar a echarle un vistazo: «La ínfima grandeza»).

Ruido

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Como la basura, como el humo de los coches o de las fábricas, como la infestación de adefesios y publicidades que atestan el paisaje, como los miasmas que se elevan desde el subsuelo o se esparcen en torno a locales de toda índole y envuelven nuestros pasos, el ruido es tenido también como una variedad de contaminación. Acaso la principal diferencia con las otras inmundicias —y acaso por ello parezca menos importante controlarlo o combatirlo— es que el ruido, al cesar, desaparece: no deja acumulaciones con las que no se sepa qué hacer, sencillamente se disipa y el mundo vuelve a ser vivible... mientras un nuevo estrépito no se desate. Aunque claro que quedan rastros: las perturbaciones que provocó mientras sonaba, la infelicidad perdurable más allá de su interrupción. Además: en general, el ruido es evitable, y por eso tan difícilmente se evita. Más que una forma de contaminación, en muchos casos es la expresión del ánimo de agresión que nos mueve por la vivencia de lo cotidiano. Hacer ruido es imponerse sobre los demás, demostrarles lo poco que nos importan, empezar a suprimirlos con violencia, en tanto sea posible suprimirlos materialmente para que prevalezcan al fin sólo nuestro estruendo y nuestras vociferaciones.
        La novela El silenciero, de Antonio Di Benedetto (Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2004) cuenta la atroz historia de un hombre torturado por el ruido: cercado por talleres, radios, camiones, construcciones, altavoces, urde infértiles estrategias de salvación en una batalla que, por supuesto, tiene perdida. Lo que lo hostiliza, lo amarga y a la larga va extenuándolo hasta la aniquilación es, en última instancia, la evidencia de que los demás (los causantes del ruido) existen, y suben el volumen, porque pueden y porque quieren. En vano acude a la autoridad, o a recabar la comprensión de su mujer y su madre: aquélla lo ve como a un enajenado y éstas —como todo el mundo, salvo él— se han resignado. Llega a soñar, y es un sueño dichoso, con un taladro que le destroce los oídos; llega a imaginar el silencio que tal vez sobrevendría con la muerte (pero lo detiene la carencia de certezas al respecto). Es una novela desoladora —y fascinante: la prosa enigmática y la admirable economía narrativa de Di Benedetto consiguieron, en mi experiencia de lectura, envolverme en un silencio insólito y maravilloso pese a que di en asomarme a sus páginas en un café aborreciblemente ruidoso, como aborreciblemente ruidosas son esta ciudad y la ciudad en la que aquel mártir secreto padecía su furia, su consternación y su dolor.
        El rugido de la moto, el restorán o cualquier negocio con bocinas a la calle, el imbécil que acelera o rechina las llantas, el cretino que habla por el celular a gritos, los cohetes que le truenan a un santito, el incontable etcétera que nos ensordece: el ruido incontenible y omnipresente en el que viajan nuestras ansias de hacernos, unos a otros, la vida imposible.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de junio de 2011.

Al tope

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Como universitario, pero además como contribuyente de los recursos con que se sostiene la institución pública que es la Universidad de Guadalajara, hay muchas cosas de ésta, particularemente en cuanto respecta a la administración de esos recursos, que me cuesta trabajo entender. Pero le hago la lucha, por lo general antepongo el llamado beneficio de la duda y al cabo puedo quedar por lo menos provisionalmente conforme, en la mayoría de las ocasiones, mientras el tiempo va dándoles o quitándoles razón a quienes deciden en qué berenjenales (muchas veces aparentemente distantes de su misión educativa fundamental) se mete la Universidad. Por ejemplo: mis reticencias al presenciar cómo iba consolidándose la ocurrencia de hacer una feria del libro en Los Ángeles, o al ver que se lanzaba un canal de televisión, o al ir conociendo cómo progresa el Centro Cultural Universitario, están moderadas por la esperanza de que acciones semejantes lleguen a tener alguna repercusión benéfica para otras tareas que, más allá de la educación, también conciernen a una institución como ésta: la difusión de la cultura, pongamos, facilitando las condiciones en que ésta pueda prosperar y tener alcances cada vez mayores.
       Quizás sea más difícil comprender por qué la Universidad se propone también funcionar como empresa hotelera, como palenque o como parque de diversiones, como agencia de colocaciones para incontables grillos en ascenso o en declive, o por qué le da tanto por celebrar festivalitos y festivalotes animados por una fauna farandulera muy chafita, por qué se propone la administración de un centro comercial, de un equipo de futbol, etcétera. (Aunque luego uno ve que no es tan difícil comprender, habida cuenta de la lógica peculiar que rige en la institución siempre que ésta se entiende a sí misma como una industria versátil cuyos negocios rige la cabecita ingeniosa y ocurrente y canosa que todos sabemos). Pero igual: al cabo todo tiene una explicación, menos o más aceptable, y así nos la llevamos.
       Lo verdaderamente inadmisible, pero además enervante y tristísimo, es algo como esto: ¿por qué los universitarios tenemos que soportar que haya baños sucios? En concreto: hace unos días entré a uno del CUCSH, y seguramente será uno de los peores que haya visitado en la vida. Asqueroso. ¿No hay personal, no hay dinero ni para un botecito de pinol, una cubeta, un trapeador? ¿O a nadie le importa? ¿Ni a los directivos, ni a los estudiantes? ¿No tienen vergüenza, unos y otros? Esa inmundicia contradice y cancela todo logro de que pueda alardear la Universidad: es una catástrofe, pues evidencia cómo la cotidianidad universitaria sucede en condiciones de absoluta falta de dignidad. Cómo deseo que el Rector, o el rector de ese centro universitario, o el mismo Raúl Padilla, anden por ahí un día y una urgencia los obligue a visitar esos retretes rebosantes. (Ya sé que nunca va a pasar, pero la ilusión quién me la quita).

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 2 de junio de 2011.

Nick Hornby: el melancólico sentido común

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La vida de todos los días es posible en la medida en que esté a salvo de lo excepcional, lo insólito o lo inimaginable, y gracias a que por lo general corre al margen de las desmesuras de la desgracia o la dicha, desinteresada de toda ambición épica y a favor, más bien, de la ocurrencia —quizá sobresaltada o neurótica, pero no destructiva— de lo cotidiano. Los acontecimientos decisivos para la existencia de cada quien, en la mayoría de los casos, acontecen a una escala que difícilmente cabría juzgar como heroica o catastrófica... salvo para cada quien; de ahí que una ruptura amorosa, el advenimiento de un hijo o un vuelco inesperado en el ámbito profesional importen sobre todo —o más bien exclusivamente— para sus protagonistas. Siempre y cuando esos protagonistas no lo sean también de alguna de las novelas de Nick Hornby, porque entonces los hechos trascienden su incumbencia privada, doméstica o trivial y pueden volverse decisivos también para la experiencia de los lectores que llegamos a enterarnos de ellos...

Para seguir leyendo, pasen por acá, al nuevo número de Magis (que, por lo demás, está buenísimo).