Privilegio

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Vivir en México es un privilegio. Cuesta trabajo imaginar razones que vuelvan admisible esta frase, siempre que no la pronuncie alguien para quien la catástrofe sea el medio idóneo para la supervivencia, la prosperidad y la consecuente satisfacción de hallarse aquí y ahora, en condiciones de medrar, sustraerse al horror cotidiano, blindarse contra las interpelaciones de la realidad (o contribuir a imponer las formulaciones de lo real, para sí mismo y para los demás) y hallarse feliz por las recompensas que depara ser quien se es y estar donde se está. Pienso en funcionarios en ascenso y con escolta, entusiastas en la previsión de su próximo zarpazo; en vividores a quienes conviene el estrépito y la polvareda para reptar y agarrar lo que puedan; en quien sea que se descubra capaz de librar cualquier revés gracias a los mexicanos modos de abrir a billetazos huecos, rejas, caminos y pasadizos donde haga falta; en las oscuras bestias que van, en este mismo momento, rumbo a rafaguear, hacer volar, descuartizar o sonreírle a su siguiente víctima. Vivir en México es un privilegio, cómo no: es lo que se repetirán el diputado al recibir su dieta; el magnate al asomarse al electrocardiograma en el que consta la salud inmejorable de sus activos; el periodista que acepta ladrar adonde se le indica, agarrado de las greñas por sus dueños, y que por ello se ve premiado; el farsante que desde su pantalla, su púlpito o su presídium farfulla obviedades, eufemismos, cinismos y marrullerías contra quienes estorben a su paso; el criminal que se sabe intocable y todos los que saben que no lo pueden tocar (ni quisieran, ni en el fondo tendrían por qué); el político que va a morir tranquilo, de aquí a muchos años, olvidadas sus fechorías, en su cama y rodeado de sus nietecitos cretinos. Y es lo que se repetirá cualquiera que hace lo que quiere porque aquí se puede ser siempre más poderoso que alguien más. ¿Subes el coche a la banqueta y no pasa nada? ¿Cierras un negocio gordo al margen de esa cosa fastidiosa que es la ley? ¿Calumnias, mientes, agarras lo que haya, te metes en la fila, eludes, sobornas, te escapas, rebasas? ¿No tienes miedo? ¿Sales ganando? Vas muy bien: nada como este país para ti.
         En cambio: vivir, en México, es un privilegio. Ojo con las comas. Hace unos días asesinaron al hijo del poeta Javier Sicilia. El hecho de que la poesía fuera el oficio de este padre —uno de los miles cuyos hijos e hijas han sido asesinados en este presente siniestro—, por las voces que desde ese gremio y otros afines se alzaron de inmediato para manifestar el dolor y la indignación, ha dado alguna resonancia a este crimen como un colmo del sinsentido prevaleciente —no tanta resonancia como merece, no tanta como merece cualquiera de las miles de muertes de este presente siniestro. Para el hipócrita que lo niegue, o para el ingenuo que no lo crea: vivir, en México, es un privilegio. En cualquier momento, a cualquiera, nos puede ser retirado tan brutal y tan irremediablemente.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 31 de marzo de 2011.

Charlie

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No tengo que pensarlo mucho para reconocer que me tiene con pendiente Charlie Sheen. Claro: está Japón, está Libia, está el PRD; la narquiza desatada, la renuncia del señor Pascual, la ocurrente iniciativa del Gobernador González («Emilio» que le diga Raúl Padilla) para garantizar que se embarace quien deba, aunque no quiera; y Lujambio viendo telenovelas, y el iPad (¿quiero uno?), y las pataletas de Slim, y los Panamericanos ya a la vuelta de la basurienta esquina (y la casa toda tirada, qué ansias), y... Para qué seguir: a mí lo que me apura es lo que pase con Charlie Sheen. ¿Va a quedar loco, se va a morir, todo es un ardid para incrementarle el rating? En cualquier caso, ¿esta preocupación es menos legítima que cualquiera de las que anoté o de las incontables que ahora no recuerdo? Porque nada puedo hacer por la suerte de Charlie más que presenciar sus volteretas, y en cuanto a todo lo demás... 
       No será la primera vez: un individuo que en otra circunstancia sería repelente o temible, disfruta sin mayor trámite el rédito que le reporta su conducta descabellada. Aunque Charlie Sheen sea un potente imán para adjetivos injuriosos (borracho, irresponsable, mujeriego y procaz, para empezar), éstos quedan desactivados de inmediato y se transforman en las medallas que afirman su singular heroísmo: sobreviviente no sólo de sus aficiones (calificarlas de excesivas supone chapotear en el juicio moral, y qué aburrido), sino además de la atención que les prestamos, el comediante (no olvidarlo: es un payaso) está en la cima de su popularidad gracias a que ha hecho todo lo que se supone que no debería hacer (despedazar cuartos de hotel, por ejemplo, con una o varias prostitutas dentro). Lo fácil es pensar: qué podrida debe estar la humanidad para que vayan sumando millones los seguidores de Charlie Sheen en Twitter —que para eso sirve, aparte de tumbar dictadores. El tipo se esmera en la deplorable caricatura de sí mismo: pela los ojos, arroja humo (¿de qué?) por la nariz, enronquece la voz cuando suelta claves dizque enigmáticas, pronto estampadas en camisetas a la venta en su sitio web, anuncia que va a casarse con una modelo y con una estrella porno (ambas, por lo visto, están de acuerdo). Y uno ahí está, píquele y píquele a ver ahora qué dice.
       Pero yo me lo explico así: los sit-coms —las series televisivas cómicas, como la que ha robustecido la fama de Charlie—, para funcionar óptimamente deben erradicar toda odiosa interferencia de la realidad. Nadie puede sufrir de verdad, preocuparse por algo serio ni moverse por alguna emoción que no sea absurda o ridícula. Los personajes de una comedia real y soberana están —o deben estar— por encima de cualquier vulgar realismo. Y algo por el estilo es lo que sucede con un monigote, como Charlie —o como tantos otros—, que llena la pantalla con su insustancialidad pasmosa y su irresistible encanto cínico: es visitante llegado de un mundo de fantasía donde no existen el dolor ni la desdicha. Aunque se vuelva loco. Qué le voy a hacer: se ha ganado mi corazón. Al menos un pedacito.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 24 de marzo de 2011.

Altas horas

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Foto: Abraham Pérez

Lo mejor era el suave estruendo que iba intensificándose hasta convertirse en una forma imbatible del silencio: bajo el rumor de las conversaciones, o confundiéndose con el trasiego de trastos y las músicas ineptas disueltas pronto en la pareja sucesión de su desgano, alguna vez con un televisor que alguien se habría olvidado de apagar (en el bar: nadie veía el futbol, luego la pantalla comenzaba su delirio casi inaudible, para la edificación y el solaz de nadie), sobrevenía el acallamiento radical del mundo, empezando por los ecos que hacen de la propia cabeza la sede aturdida de convicciones tan trabajadas como estériles, como «el prójimo es imbécil» o «merezco ganar más». Un banco en la barra era particularmente propicio para remontarse sobre esa quietud: delante de un cenicero que hacía horas ninguna mesera había venido a vaciar, media taza de café helado, a menudo un libro abierto en vano —o nada, ni libro ni cuaderno ni nada, que convenía más—, limitarse a observar cómo prosperaba la noche afuera, por los ventanales, y cómo iban fugándose de ella ciertas presencias, aisladamente verosímiles sólo porque la inverosimilitud de su reunión ahí era insuperable.
        Por ejemplo: una pareja de padres tardíos —o eso había que suponer: la dificultad de hallar explicaciones imponía aferrarse a cualquier posibilidad, por incierta que pareciera—, él pálido y de barba gris y ella con un cutis de parafina, lentes gruesos y melena teñida, acompañados por dos niñas de greñas revueltas, vestidos de fiesta y blancas también, afantasmadas, que dibujaban o picoteaban sus platillos, como si no fueran las dos de la mañana. La única solución admisible era que a esa hora estuvieran soñándose, los cuatro, pero el problema es que la aparición insistía en manifestarse al menos dos o tres veces en la semana. O el viejo ingeniero —profesor de prepa, incapaz de jubilarse— que repasaba incesantemente las hojas en que trazaba los planos minuciosos de un arma antiaérea de su invención (y si uno le tenía paciencia, exponía cómo y contra quién pensaba que podría usarse, y qué beneficio le traería a la patria). Parejas recurrentes, claro, como la que hacían una empleada de Hacienda, de ojos llorosos siempre, y un gordo de camisa ajustada siempre al borde del exabrupto. Una señora de cabeza laqueada, varias capas de maquillaje y cada brazo metido en un tubo de pulseras doradas; un calvo de traje blanco y zapatos blancos y corbata blanca, recostado en su respaldo como si mirara a lo largo de un muelle; grupos de estudiantes de medicina que, por temporadas —días de exámenes—, impregnaban el lugar con una atmósfera forense, seguramente efecto de las preguntas técnicas que cruzaban; una mujer joven, sola —pero quién no estaba solo ahí—, obstinada en la consideración del rencor que la habría instalado cada noche en la misma mesa; el habitual contingente de deudos que abandonaba por un rato la funeraria vecina para entrar con su negrura y su sobrecogimiento contenido (una vez uno llevaba en las manos una esfera de cristal con peces de colores). Mariachis, policías, borrachos, putas, un taxista que recalaba ahí hasta que lo mató el cáncer de garganta, un anciano doctor que esperaba a su mujer (de un tercio de su edad) para que pasara por él, cerca de la media noche; y el loco insignia del café, Chavita, que platicaba con Benito Juárez o con el Príncipe de Gales en el otro extremo de la barra. Etcétera.
        Luego, como había descendido, ese silencio admirable se elevaba y las voces, los ruidos, la música o los ecos en la cabeza recuperaban su volumen natural. Hora de largarse. Poco antes de que el sol empezara a desbaratarlo todo, y de que fuera posible —aterradoramente posible— constatar cómo ese café no podía existir sino en las horas irreales en que el único vestigio del tiempo, afuera, es el cambio de las luces de los semáforos, o, adentro, la cajetilla de cigarros indolentemente vaciada.

Publicado en la KY Magazine más nuevecita. Si quieren echarle un vistazo al número entero, click por acá.

Japón

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El terremoto de Japón no sólo es uno de los más furiosos desde que se lleva la cuenta, sino que también debe de ser uno de los mejor registrados: por la superabundancia de cámaras de video que pueblan ese país hemos podido presenciar la devastación tal como fue vista por sus testigos directos, así como sus impresionantes secuelas, con tal detalle que algunas escenas parecen inverosímiles: la enormidad de las aguas que avanzan, sin detenerse jamás, y que hacen ver los edificios, los barcos, las carreteras, las fábricas, las casas y los extensos lotes de automóviles como piezas diminutas de una maqueta estropeada repentinamente, sin explicación y sin remedio. En otras imágenes, las tomadas de interiores de viviendas, oficinas, centros comerciales o estaciones de tren, se aprecia un singular equilibrio entre el terror más absoluto y la compostura o la procuración de algo parecido a la serenidad: el sobresalto, naturalmente, pero también, casi inmediatamente, la adopción de actitudes, posturas, semblantes incluso, que parecen querer someter el estupor inicial en pos de alguna buena idea para esos momentos urgentísimos: ¿hay que salir, hay que correr, hay que meterse bajo el escritorio, hay que sostener los estantes, los aparatos, protegerse de los vidrios que estallan? Escombros, aplastamientos, incendios, explosiones, vastas extensiones baldías, un mundo vuelto astillas, sus pobladores guarecidos en albergues donde el miedo hará el aire irrespirable, y, como siniestro telón de fondo, la nube malévola que se eleva desde la planta nuclear. Y los muertos que las aguas van dejando ver al retirarse.
        El terremoto de Haití, el año pasado, fue tan espantoso, entre otras razones, porque había ocurrido en ese país tan dolorosamente pobre. El de Japón es tan espantoso, entre otras razones, porque tiene lugar precisamente en Japón, esa región del mundo donde creíamos que se localizaba el futuro y uno de cuyos más confiables baluartes, el desarrollo tecnológico, se ha visto que no sirve de gran cosa a la hora en que todo empieza a crujir y a derrumbarse. ¿Qué iba a detener al mar?
         Luego del terremoto de Kobe, en 1995, Haruki Murakami publicó una colección de cuentos que, de algún modo, emergían de la catástrofe. En el titulado «Súper Rana salva a Tokio», una rana gigante (buena lectora, además: es aficionada a Dostoievski) convence a un gris empleado bancario de que juntos combatan al gusano descomunal que habita en las entrañas de la capital y que amenaza con sacudir toda su furia y destruirla. Es una historia delirante, pero acaso en eso radique su melancólico hechizo: luego de que la realidad se disloca con la brutalidad con que acaba de hacerlo en Japón, ni las fantasías más disparatadas son capaces de darle alcance. «El verdadero terror es el que los hombres sienten por lo que imaginan», recuerda la Súper Rana que escribió Joseph Conrad. ¿Qué imaginaron, qué imaginan los japoneses en estos momentos? No habrá literatura capaz de suponerlo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 17 de marzo de 2011.

¿Revelación?

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No he visto la película Presunto culpable, pero tengo la impresión de que no me hace falta (y tampoco es que me muera de ganas, pero eso es cosa aparte). Lo que quiero decir es que, gracias al escándalo que se ha suscitado en torno al veto que una juez impuso a su proyección —pero aun desde antes de eso, gracias a las expectativas que se habían levantado en las vísperas del estreno—, es más que sabido lo que este documental trata y cómo, e incluso cuando le llegue el momento de retirarse definitivamente de las salas comerciales en que ha venido exhibiéndose (cosa que va a pasar, veto o no: tampoco va a estar en cartelera toda la vida), y comience a circular de otras formas (ya que esté en devedé a lo mejor le echo un vistazo, o ya que se pueda descargarlo de internet), su asunto está tan claro que —hablo por mí— seguirá sobrando un poco ponerse a verlo. O sobrará del todo.
        Porque, además, hay algo que no deja de intrigarme: cómo la notoriedad de esta cinta, independientemente de las consecuencias que ha tenido su encuentro con el público (y el amago de proscripción que, por lo visto, ha intensificado ese encuentro), está cimentada en la dizque «revelación» de una de las cosas que mejor sabemos los mexicanos: que la supuesta administración de la justicia en este país es en realidad una maquinaria depravada, nauseabunda, atroz, incorregible como no sea refundándola de raíz y, en resumidas cuentas, un aparato oneroso, imbécil, tortuoso y temible, causa de incontables males (entre otras razones porque es inservible para todo propósito de rehabilitación social, por ejemplo) y uno de los más abundantes y pestilentes surtideros de corrupción, retraso y vergüenza con que ha venido regándose la catástrofe. «En México, ser inocente no basta para ser libre», reza una de las leyendas del cartel de la película. ¿No era obvio? ¿No sabe cada compatriota que en la cárcel nomás se quedan, culpables o no, los pobres o los que han caído de la gracia de quien pueda protegerlos? ¿No está fundada, para efectos prácticos —y la vida cotidiana es una cosa muy práctica—, en esa certeza inapelable la operación toda del sistema penitenciario? Quien lo niegue es un ingenuo o un hipócrita. ¿Por qué tanta consternación, tanto asombro?
        Al Estado mexicano, desde luego, le resulta obligatorio garantizar la libre exhibición de la película... pero además está viéndose cómo aprovecha el revuelo a su favor, invistiéndose de unas ínfulas de probidad a las que está lejos de poder aspirar. No desestimo la buena intención de los realizadores —el propósito de denuncia que subyace en la difusión masiva de la historia de una injusticia—, y quiero creer que los alcances del medio (y el estrépito mediático que sobrevino) servirán para que, al menos, sea más difícil alegar ignorancia acerca de lo que ocurre en ministerios públicos, juzgados, cárceles y demás. Pero ya que pase el tema —y pasará: la desmemoria es la mejor aliada de la indolencia, y ésta es la sirvienta óptima de la impunidad—, ¿qué se habrá ganado en realidad?

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 10 de marzo de 2011.

Eslogan

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Todos traemos incrustados en la memoria trozos de publicidades imposibles de remover: tonadas que somos capaces de cantar a la menor provocación, o sin provocación, por más remoto que sea el tiempo en que las oímos por primera vez (jingles, que entiendo que así se llaman las cancioncitas anunciadoras de cualquier cosa), eslóganes, logotipos, marcas, colores... También actuaciones y parlamentos soldados en la corteza cerebral, si hablamos en concreto de la publicidad televisiva —ejemplo: una prehistórica Lucía Méndez, que trae puesta la camisa del galán, y comienza a desabotonársela al tiempo que le dice: «Si quieres te la presto»: va para 30 años de eso—, pero además rescoldos de campañas que no llegamos a conocer en su tiempo, como aquello de Novedades Bertha, «donde termina Lafayette ¡y empieza su economía!», que sobrevivió incluso al cambio de nombre de la avenida que lo posibilitaba.
       Tengo la esperanza, quizás un poco candorosa, de que los anuncios que las librerías Gandhi han venido lanzando desde hace años en espectaculares, consistentemente identificables por su color amarillo, se hayan instilado así en la memoria de cuantos los hemos visto: por lo general con sorpresa, en mi caso, a veces buscando despejar el enigma que proponen, otras veces entendiéndolos de golpe por la oportunidad inapelable con que irrumpen en mi distracción. Descubro con asombro que uno, que juraría haber visto hace poco, en realidad data de hace una década: el que reza «Ya te hicimos leer». Pero digo que quizás sea una esperanza excesiva porque lo que anuncia esta prolongada campaña es una librería, y porque para ello promueve esa cosa rarísima que es el hábito de la lectura: con frases ingeniosas, sí, a menudo con recursos muy originales, y en ocasiones interpelando a quienes encuentra con franqueza encomiable, pero mucho me temo que por su misma naturaleza (son desafiantes, se refieren al libro y a sus virtudes) tales anuncios sean invisibles para la mayoría —para ese 59 por ciento de mexicanos que, según la encuesta del Conaculta, no recuerdan o no saben si han pisado alguna vez una librería: «¿En serio prefieres el mundo real?», se leía en uno de estos espectaculares, de 2009, y en otro, del año pasado: «Leer no sirve para nada: 114 millones de mexicanos no pueden estar equivocados».
       Uno de los anuncios más recientes, que merecería ser uno de los más memorables, ha levantado cierto revuelo: «Si la letra con sangre entra, el país ha de estar leyendo mucho». Buenísimo para que los hipócritas se solivianten —ya saldrá el funcionario cretino a denunciarlo como una lesión a la patria—, y, ojalá, para que se les alcance a retorcer la tripa a los contados que lleguen a reparar en él: una ironía magnífica que resume una de las explicaciones cardinales de la circunstancia presente: un país que no lee es un país que se ha quedado sin imaginación, es decir: sin eso que se necesita, por ejemplo, para salvarse de la catástrofe. Admirable. Ojalá quede atornillado en la memoria de muchos.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 3 de marzo de 2011.

Juan José Arreola: el hombre en la tormenta

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El Liberty navega de Nueva York a Francia. Aunque originalmente fue usado para el transporte militar, terminada la Segunda Guerra Mundial ha sido convertido en un buque mercante y de pasajeros, si bien éstos tienen que hacinarse en las cabinas/cuartel que alojaron antes a los soldados, de tal modo que la travesía dista mucho de ser placentera. Entre los viajeros se cuenta un joven mexicano, que antes de abordar ha cruzado Estados Unidos en tren, gracias a los amigos que le prestaron o regalaron dinero para la aventura. Un viaje largo: había salido desde Guadalajara, semanas antes, y le faltan varias otras para alcanzar su destino final: el teatro de la Comedia Francesa, en París, donde quiere convertirse en actor. Ya al momento de zarpar, el joven se ha dado cuenta de que el agua no es su elemento: zarandeado por un mareo terrible, a duras penas consigue recorrer los intestinos del barco hasta llegar a su litera, donde el malestar se recrudece. En las literas hay correas para que los pasajeros se aten y no salgan disparados debido a las sacudidas de la navegación; el joven se abrocha los cinturones y se repite: “Tienes que aguantar, aquí te mueres pero te callas”...

Para seguir leyendo, pásenle por favor al nuevo número de Magis, que está bastante sabrosón.