El gran mal

El doctor Marcelino Cereijido se dedica a la fisiología celular y es divulgador de la ciencia —carácter que puede adjudicársele en virtud de su querencia por la redacción de artículos periodísticos y la composición de libros de ensayos en los que busca comunicar problemas de ese ámbito con la vida cotidiana, facilitando a los lectores no especializados, pero también a sus colegas, que saben ser incomprensibles entre ellos mismos, el entendimiento del quehacer científico y sus implicaciones. Por lo que puede inferirse de la lectura de sus textos, es un tipo tan divertido como seria es su materia: «la ciencia es muy importante como para hacerla aburrida», ha afirmado más de una vez, y esa convicción determina tanto su labor de escritor (uno de sus libros se titula El doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas, pues así llama al género que ha inventado para arreglárselas con los vericuetos del trabajo científico) como su desempeño en la investigación, alerta siempre ante la tentación del dogma, el principio de autoridad y otras supersticiones: la ciencia, para él, es apenas una forma de interpretación de la realidad —la más eficaz, eso sí.
       Uno de los temas que han ocupado últimamente a Cereijido es la posibilidad teórica de una explicación de la ruindad. O, para decirlo con el término resuelto, suficiente y sonoro que él utiliza, de la «hijoputez». Está facilísimo imaginar a qué se refiere: basta con asomarse a la calle y detectar al primer prójimo que deje el coche estorbando en la banqueta, agarrar el periódico para ver la carota cretina y sonriente del político en turno en la portada, asomarse tantito a la memoria para reencontrar a la profesora de la primaria, sañuda con su amargura traducida en venganza. (También serviría revisar los pasajes de la propia conducta en que uno ha podido ser abusivo, cruel, desleal: un mal bicho, en suma... pero quizás reconocer eso no esté tan fácil). Según Cereijido, no hay preguntas para las que la ciencia no pueda llegar a tener una respuesta, y este asunto, la hijoputez, merece —de acuerdísimo— un abordaje multidisciplinario para conocer sus causas; así, desde la genética y la fisiología, pero también desde la historia y la filosofía, su libro Hacia una teoría general de los hijos de puta (recién publicado por Tusquets; no lo he leído todavía, pero ya me anda: seguro que estará buenísimo) se aproxima a la tesis de que en el hecho de que alguien nazca o se vuelva hijo de puta —admite ambas posibilidades— hay determinantes biológicas sólidas, y no se trata de un tema meramente sociocultural: en todos los rincones del planeta hay, ha habido y habrá siempre incontables hijos de puta.
       Es, quién lo duda, un mal omnipresente y de consecuencias insoslayables, pero hacía falta precisarlo: al violador, al patrón hambreador, al chismoso, al torturador, a la víbora, al gobernador alcohólico, a la rata, al mentiroso, a la lideresa magisterial, al machito, al prepotente o al asesino, más vale conocerlos mejor. Y cuanto antes.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 7 de julio de 2011.

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