Ruido

Como la basura, como el humo de los coches o de las fábricas, como la infestación de adefesios y publicidades que atestan el paisaje, como los miasmas que se elevan desde el subsuelo o se esparcen en torno a locales de toda índole y envuelven nuestros pasos, el ruido es tenido también como una variedad de contaminación. Acaso la principal diferencia con las otras inmundicias —y acaso por ello parezca menos importante controlarlo o combatirlo— es que el ruido, al cesar, desaparece: no deja acumulaciones con las que no se sepa qué hacer, sencillamente se disipa y el mundo vuelve a ser vivible... mientras un nuevo estrépito no se desate. Aunque claro que quedan rastros: las perturbaciones que provocó mientras sonaba, la infelicidad perdurable más allá de su interrupción. Además: en general, el ruido es evitable, y por eso tan difícilmente se evita. Más que una forma de contaminación, en muchos casos es la expresión del ánimo de agresión que nos mueve por la vivencia de lo cotidiano. Hacer ruido es imponerse sobre los demás, demostrarles lo poco que nos importan, empezar a suprimirlos con violencia, en tanto sea posible suprimirlos materialmente para que prevalezcan al fin sólo nuestro estruendo y nuestras vociferaciones.
        La novela El silenciero, de Antonio Di Benedetto (Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2004) cuenta la atroz historia de un hombre torturado por el ruido: cercado por talleres, radios, camiones, construcciones, altavoces, urde infértiles estrategias de salvación en una batalla que, por supuesto, tiene perdida. Lo que lo hostiliza, lo amarga y a la larga va extenuándolo hasta la aniquilación es, en última instancia, la evidencia de que los demás (los causantes del ruido) existen, y suben el volumen, porque pueden y porque quieren. En vano acude a la autoridad, o a recabar la comprensión de su mujer y su madre: aquélla lo ve como a un enajenado y éstas —como todo el mundo, salvo él— se han resignado. Llega a soñar, y es un sueño dichoso, con un taladro que le destroce los oídos; llega a imaginar el silencio que tal vez sobrevendría con la muerte (pero lo detiene la carencia de certezas al respecto). Es una novela desoladora —y fascinante: la prosa enigmática y la admirable economía narrativa de Di Benedetto consiguieron, en mi experiencia de lectura, envolverme en un silencio insólito y maravilloso pese a que di en asomarme a sus páginas en un café aborreciblemente ruidoso, como aborreciblemente ruidosas son esta ciudad y la ciudad en la que aquel mártir secreto padecía su furia, su consternación y su dolor.
        El rugido de la moto, el restorán o cualquier negocio con bocinas a la calle, el imbécil que acelera o rechina las llantas, el cretino que habla por el celular a gritos, los cohetes que le truenan a un santito, el incontable etcétera que nos ensordece: el ruido incontenible y omnipresente en el que viajan nuestras ansias de hacernos, unos a otros, la vida imposible.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 9 de junio de 2011.
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