Rápido

El crítico literario Harold Bloom podrá ser un cascarrabias y un ideático, y sus juicios a menudo parecen chapotear en un fanatismo que llega a volverlo indigesto o hasta ilegible; pero también, en libros como El canon occidental o Cómo leer y por qué, puede ser un estupendo provocador cuya vehemencia pasa por una forma de lucidez irresistible: claro, es un formidable lector, y cuando pone su erudición al servicio de ciertas verdades incontestables (la primacía de los valores estéticos por encima de malentendidos históricos o políticos, es decir: la defensa de la literatura ante las chabacanerías promovidas por las buenas conciencias o la rapacidad mercantilista o partidista, de cualquier signo), conviene prestarle atención. Entre otras cosas dice que leemos básicamente porque estamos solos (las presencias más próximas pueden llegar a fallarnos o a faltarnos), y porque nos vamos a morir: la lectura es la sola posibilidad efectiva a nuestro alcance de multiplicarnos en otras vidas.
    Bloom enseña además que, como disponemos de poco tiempo (de aquí a la tumba, y eso si alguna desgracia no nos deja impedidos), más vale que escojamos bien lo que habremos de leer, y que una buena forma de orientarse —es el principio operativo de su Canon, digamos: la lista de lecturas que todos deberíamos ir palomeando antes de abandonar este mundo— es tener en cuenta a la tradición: salvo escasas excepciones, los siglos con sus insistencias no pueden estar tan equivocados. La novedad es, por lo general, desdeñable o prescindible: poco digna de confianza. Así, puestos a elegir entre las Meditaciones de Marco Aurelio y una novela de vampiros de Carlos Fuentes, por ejemplo, no habría mayor dificultad. Pero ojalá fuera tan fácil: ¿se supone que debamos omitirnos radicalmente del presente? ¿Y si ahora mismo están siendo publicados los libros del nuevo Kafka o del Plutarco de la era informática? ¿Qué hacer con la intuición, y peor, qué hacer con la curiosidad por los contemporáneos? ¿Cómo sortear los estruendos de la publicidad, el rumor insidioso de la actualidad, la perplejidad ante la aclamación multitudinaria que obtienen los llamados best-sellers, como la Trilogía Millennium de Stieg Larsson?
    Acabo de leer el primero de estos libros, en concreto, y creo que me sirvió para comprender su éxito: es entretenido. No perdí mucho tiempo (la velocidad que impone su lectura debe de ser su mayor virtud), pero a dos semanas ya el recuerdo es borroso y resumible de este modo: se trata de unos locos que matan muchachas y los descubren. Fin. Y nada más: salí igual que como entré. Acaso revista más interés la historia en torno al autor malogrado —que por estos días está resucitando como supuesto campeón de la sociedad—, así como las razones de que sus libros se vendan por millones. Pero en este punto, me parece, es aconsejable regresar a Bloom, y tener en cuenta cómo va corriendo el reloj: todavía quedan unos cinco mil años de dónde escoger mejor.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 16 de junio de 2011.
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1 comentarios:

Anónimo dijo...
18 de junio de 2011, 13:11

Comparto tu comentario, en lo esencial. Pero me pregunto si necesitabas de Bloom para explicarte. Optar por las virtudes estéticas por sobre los principios que enarbolan las buenas conciencias o el discurso ideologizado y partidista, no es una enseñanza exclusiva de Bloom; es ya casi un lugar común. No hay crítico que se respete que no recalque la idea; es más, una lectura basada exclusivamente en el contentido de un libro, es sospechosa, por más inteligente que sea. Lo otro, eso de que disponemos de poco tiempo en este mundo para desperdiciarlo en lecturas que posiblemente no valen la pena, también lo encontramos por todas partes; "leer lo esencia", reclama, por ejemplo, Daudet, ante la proximidad de la muerte. Lo orginal en Bloom tal vez sea el empeño por establecer competencias, torneos olímpicos en un territorio donde, por fortuna, impera la subjetividad y no el trofeo concreto o abstracto. Decir que Pessoa es mejor que Borges no dice absolutamente nada. Es un juicio vacuo e irrelevante, así uno se empeñe en demostrar su validez en 400 páginas.

Ahora, una cosa me parece obvia (y aquí confieso yo mi principal defecto como lector). Los escritores del pasado no conocían esta nueva realidad. ¿Cómo entender nuestro mundo ignorando aquello que escriben nuestros contemporáneos, recurriendo solamente a clásicos que no han sido testigos de la revolución digital o del supuesto fin de las utopías? Leyendo a los escritores del pasado uno sencillamente se aliena, vive en un espacio íntimo que se diluye al primer contacto con el mundo. Yo solamente leo a ciertos escritores, y todos ellos ya murieron hace mucho; y a veces tengo la sensación de haber nacido en un tiempo equivocado.

Tal vez el escritor peruano Thays tenga razón: hay que apostar, arriesgar, jugar el juego de la literatura, bañarse de presente y futuro, en lugar de andar por siempre con el mismo libro de Tolstoi bajo el brazo.