14 de junio de 1986

Creo recordarlo más o menos asi —y no tengo otro remedio que confiar en la verosimilitud del recuerdo—: hace justo veinticinco años, en Guadalajara, yo oía por la noche el programa que el locutor Juan Olvera conducía en la estación radiofónica Stereo Soul. Cada semana, en esa emisión se podía escuchar el disco de un concierto completo de algún grupo de rock, sin cortes. Pero ese 14 de junio de 1986, Olvera interrumpió para dar la noticia: «Acaba de morir, en Ginebra, el escritor argentino Jorge Luis Borges». A continuación dijo un poema, «Las cosas» (quiero creer que lo dijo, no que lo leyó, pero cómo saberlo):

El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde

una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,

ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.


Fue mi primera noticia de Borges: simultáneamente, la de su existencia y la de su muerte. A otro día, en la librería Casarrubias, busqué un libro suyo. El Aleph, supongo que porque fue el primero que encontré. Y desde entonces, el deslumbramiento incesante: desde ese poema, una de las noches centrales de mi vida. Yo qué iba a saber.

(Hace algún tiempo escribí este ensayo, recogido en el libro Las encías de la azafata, por si alguien gusta pasar a echarle un vistazo: «La ínfima grandeza»).

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