Eles


Foto: Natalia Fregoso

Lo que hay, a uno y otro lado y al pasar a toda prisa (que es lo común), es la obstinación que las fachadas, los baldíos y las bocacalles oponen a toda imaginación que pretenda ir más allá de lo que muestran: una sórdida sucesión de grisuras, geometrías desganadas que apenas dan para distinguir las cortinas metálicas, las rampas, los despojos de jardín de que acaso alardee alguna reja, las superficies desiertas de los estacionamientos, las ventanas oscurecidas por las que jamás habría de asomarse nadie, los rótulos en que quizás consten los indicios de los misterios que allí tienen lugar. Bodegas, instalaciones fabriles, almacenes gigantescos especializados en mercancías insospechables, talleres, moles cúbicas por cuyos diminutos accesos nunca veremos entrar ni salir a nadie. Los árboles que recorren el camellón tendrán, claro, una perspectiva mejor: alcanzan a conocer, desde sus alturas, lo que hay detrás de esos muros y que nosotros ni siquiera tendríamos por qué preguntarnos. (Hay una funeraria, también: un edificio que recuerda una terminal de autobuses, cosa no del todo insólita si se repara en que el tema son los viajes y las despedidas y, por qué no, los regresos: los fantasmas, en esta ciudad, habría que ir a darles la bienvenida en ese lugar).
    Sin embargo: el paisaje admite también la ocurrencia de acontecimientos inestimables, de ésos de los que suelen privarnos la velocidad y nuestra negligencia —aunque, claro, esto no sólo pasa aquí: pasa en el exacto lugar donde estás, tu vista obstruida por la ominosa imposición de lo evidente—: había, por ejemplo, o hay (el pasado y el presente, en esta avenida, son nociones inservibles: lo que importa siempre es recorrerla cuanto antes, salir de ella para entrar en la ciudad, y por eso ir por aquí es siempre ir perseguido, buscando llegar y perderse), un platillo volador a punto de alzar el vuelo; un Volkswagen hecho con flores; una colección de tractores, trilladoras, tráileres y autobuses cuya escala en realidad distaba de ser lo monstruosa que normalmente es —sé que de niño los tuve en mis manos—; la súbita inmersión en un bosque, y en él un puente tendido sobre el laborioso silencio del despertar: la avenida era, o es, un sueño. Y lo mejor: antes, sobre la izquierda, la explanada en que se erigían, o se erigen, esos tres ángulos amarillos, de proporciones ciclópeas, que nada querían decir y tal vez nada digan, salvo aquello que sólo deteniéndose y yendo hasta ellos seamos capaces de entender otra vez —las afirmaciones de la infancia sólo entonces es posible comprenderlas, como que esas eles demasiado recostadas al sol tenían que ser las marcas inolvidables de una felicidad: claro: detrás de ellas estaba el parque más sorprendente que ha tenido esta ciudad, hoy un lóbrego territorio poblado de abandono y desconsuelo.
    Lo que sí es que, por ahí, por esa avenida, tras cuyos muros debe de haber cientos de miles de almas, nunca ha habido gente.

Publicado en el nuevo número, el 20, de la revista KY, que pueden ver completito aquí.
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1 comentarios:

Jaime dijo...
29 de septiembre de 2010, 22:20

Me parece muy buen artículo, retrata no solo el espacio de ciudad en donde no pasa ni vive nada, sino que además produce nuevamente en el lector los sentimientos que antes se han experimentado estando en dicho lugar.
Gracias