Nadie

Esta foto, claro, no debería estar aquí. 

En las notas que informaron sobre el deceso de J.D. Salinger, y sobre todo en las de los periódicos estadounidenses, había un regusto generalizado de reproche, de ajuste de cuentas: antes de consignar la estatura literaria del escritor, antes de recordar la influencia decisiva que ha tenido en medio siglo de lectores, dichas notas destacaban cómo, durante la mayor parte de su vida, el autor de El guardián entre el centeno había eludido obsesivamente no sólo la fama que le acarreó su obra, sino también todo contacto humano que no fuera estrictamente indispensable. «Recluso de sí mismo», lo llamaron por ahí, o «el Garbo de las letras» (por recordar a alguien más que quiso, y finalmente no pudo, omitirse de su propia celebridad). «Famoso por no querer ser famoso», se leyó en The New York Times: una calificación que no por artera deja de ser comprensible: si alguien es Alguien, lo es exclusivamente gracias a que la prensa y la publicidad y la avidez del público así lo deciden, y quien se rehúsa es, sin más, nadie. O Nadie, como fue el caso.
    Aunque pasó casi 60 años retirado del mundo, Salinger resucitó varias veces en la atención de los medios por la vía infalible del escándalo: se quiso hallar claves en los subrayados que hizo en su ejemplar de El guardián... el asesino de John Lennon; su foto más reproducida es la que lo muestra agitando un puño enfurecido delante de la cámara de un intruso; en 1981 apareció la «entrevista» que le sonsacó una oportunista que lo sorprendió mientras iba a recoger su correo (una ridiculez: luego se ha dicho que tal «entrevista» fue posible porque la dizque entrevistadora estaba de muy buen ver). Hace algunos años, una hija sacó una biografía dictada por el resentimiento, y apenas hace seis meses Salinger tuvo que pedir a un juez que impidiera la publicación de una supuesta secuela de su novela (que, por supuesto, se publicó, aunque no puede circular en los Estados Unidos). Y ello por no hablar de las ediciones censuradas, las prohibiciones de leerlo, las leyendas que lo imaginaban como un viejo chiflado y, ahora, el ansia por saber qué habrá estado haciendo todo este tiempo —porque, al morirse, terminó por perder la batalla: en ningún lugar hay menos privacidad que en la tumba.
    En un mundo aturdido por la frivolidad y la ira, siempre es admirable alguien que decide hacerse a un lado. Pero, además —aunque quién nos autoriza a suponer las razones de nadie, vivo o muerto—, lo que Salinger enseñó con su obstinación en el silencio fue que, cuando se trata de literatura, uno está absolutamente solo y no puede pedirle cuentas a nadie más que a sí mismo. El autor siempre sobra. O, quizás, si este autor mandó a su editorial que quemara toda la correspondencia que le dirigieran sus fans y echó el candado, fue sencillamente porque, como Holden Caulfield, quiso «estar lejos de toda maldita conversación estúpida con nadie», y ser al fin esa cosa extraña, infame e imperdonable: un hombre que quiere que lo dejen en paz.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el jueves 4 de febrero de 2010.

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1 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
22 de febrero de 2010, 0:51

Se nos fue...y nadie le prestó atención. Una lástima.