Chapultepec

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La Avenida Chapultepec, cuando todavía se llamaba Lafayette (y quién olvida aquel anuncio de Almacenes Bertha: «Donde termina Lafayette ¡y empieza su economía!»... Bueno, seguramente quienes lo recordamos estamos ya más para allá que para acá). Siquiera fuera a quedarles así, ahora que están metiéndole mano. Pero ni eso.
 
Sea favorable o adversa la opinión que tengamos acerca de las obras de remozamiento de la Avenida Chapultepec, ya nos fregamos: los trabajos avanzan y, en tanto se ensancha el camellón y se ponen adornitos, el área será cada vez más intransitable y hasta peligrosa —los árboles, malamente, tienden a arrojarse al piso, como haciendo berrinche, cuando se taladra el piso alrededor de ellos—: en suma, es y será un fastidio por un buen rato, pues la obra pública no se distingue precisamente por su celeridad, y a menudo tampoco porque quede bien hechecita: a veces, incluso, termina tan defectuosa que hay que volverla a hacer... O quizás (recuérdese el túnel de Las Rosas) pasa como con el doctor que cada semana atendía a un hombre con dolor de oído; un día el doctor no estuvo, y la enfermera se ofreció a revisar al paciente. «¿Qué cree, doctor?», le contó a su jefe luego, «vino Fulanito quejándose, como siempre, ¡y resulta que traía metida una garrapata en la oreja!». El doctor se encrespó: «No se la habrás quitado, ¿verdad? Esa garrapata nos da de comer».
    Como sea, el caso es que Chapultepec (como algunas otras calles del centro, y como se teme que en una de ésas pase con los alrededores de la Minerva, que quieren volver una zona «más peatonal») está ya sufriendo una transformación que, si bien puede que no sea del todo desafortunada, sí parece innecesaria y de muy cortito alcance. Porque, a ver: se ensanchará el camellón (que angostito no es), se le cambiará el piso, se pondrá «una segunda línea de árboles» (punto bueno, pero sólo si además reponen los que están cayendo) y «nuevo mobiliario y luminarias», o sea banquitas y lámparas más lucidoras. Y tan-tán. Porque la segunda etapa (ésta, la primera, costará 30 millones de pesos), que consistirá en arreglar banquetas y meter cables bajo tierra, ¡únicamente cubrirá dos cuadras, las que hay entre Vallarta y La Paz!
    O sea: al final de las obras, la Avenida Chapultepec habrá quedado, con suerte, algo arreglada, pero básicamente funcionará igual. Aunque no: dos carriles para los coches serán más estrechos, y habrá un tercero destinado a que lo compartan el transporte público y las bicicletas (así lo anunciaron, pues: será para que los minibuseros maniobren mejor cuando quieran matar ciclistas). ¿Hacía falta esta intervención? Seguramente no, pero en su origen hay un factor, digamos, chic: dado que Chapultepec ha sido, de un tiempo acá, un espacio designado para llevar a cabo actividades de índole más o menos cultural, una de las finalidades de hacer esto, dijo el Alcalde, es la de «integrar las banquetas, la vialidad y el camellón para realizar determinado tipo de eventos [sic] en los que podamos cerrar las vialidades, sobre todo los fines de semana». Pero como estaba era ya una avenida bonita, vivible, y se hacían ya «eventos» cada que al Ayuntamiento se le antojaba. ¿Por qué se decidió meterle mano? Porque es más fácil barrer donde ya está barrido, que el cochinero circundante siempre puede esperar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 30 de febrero de 2009.

Práctica de Vuelo II

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¡Acompáñennos este jueves 29 de enero!
Porque tendremos, a las 19:00 horas, la segunda lectura pública con los participantes de los talleres literarios de la Joseluisa, en el ciclo

Práctica de Vuelo
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Por parte del Taller de Ensayo escucharemos a
Ana Elda Goldman y a Juan Carlos Campa.


Recuerden: la Joseluisa —bueno: la librería José Luis Martínez del FCE— está en Chapultepec, entre López Cotilla y La Paz.

Obama, lector

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Hasta rima: Barack Obama es el sabor de la semana. Su toma de posesión, tumultuosa y espectacular, recuerda acontecimientos igual de llamativos que tienen en común su atractivo mediático —por decirle así a las cosas que resulta inevitable no ver en la tele, o ahora también en internet, e incluso simultáneamente— y que, como la boda de Lady Di, el funeral del Papa, los conciertos de rock para terminar con el hambre en África a mediados de los ochenta, el juicio de Michael Jackson o la inauguración de las Olimpíadas, son momentáneamente irresistibles, pero apenas terminan se revelan tan irrelevantes y cursis como fueron desde un principio: ahí está uno, prestando atención y dejando en suspenso cualquier otra actividad, para que al cabo salga un anuncio de detergente o un empiece una telenovela, y entonces uno caiga en la cuenta del ratote que pudo haber desperdiciado mejor de otra forma.
    Seguramente tenían sus razones los millones de personas congregadas para presenciar en vivo la ceremonia, así como cuantos ciudadanos estadounidenses se apostaron frente a un televisor, embelesados, alborozados, moqueantes y estremecidos, para mirar cómo el hombre tomaba juramento. El júbilo de un país (que, bueno, no ha de ser el país completo: no ha salido gran cosa en los medios, pero basta con un vistazo a los sótanos de internet para comprobar cómo están rabiando los neonazis, los neoconfederados y los supremacistas... además, claro, de los millones de estadounidenses tenían sus ilusiones puestas en el tembeleque McCain), la exultante jornada del martes, por la entrada de este presidente al despacho envilecido por su antecesor, ha tenido tal magnitud gracias a la desproporcionada consideración del individuo: Obama, ahora mismo —y en lo que termina la semana: ya empezó a actuar, y más temprano que tarde va a empezar a hacer burradas, a incurrir en mezquindades, a someterse a los verdaderos poderosos del planeta—, es un mesías, y tiene virtudes para todos los gustos.
    Por ejemplo: sus aficiones literarias. Se dice que el hombre ha leído mucho y bueno, que su sensibilidad y su elocuencia han sido modeladas por Melville, por Emerson, por Shakespeare o por Derek Walcott (recientemente éste le dedicó un poema, «Forty Acres: A Poem for Barack Obama», y poco después de la elección Obama fue fotografiado con un libro del Nobel santaluceño). Y se ha insistido, cómo no, en sus dotes de novelista, o se ha revelado oportunamente (y no tardará en salir el libro) que de joven coqueteó con la composición de versitos. Bueno: esos gustos están muy bien, pero que los tenga, en el fondo, no quiere decir nada. Porque de los políticos, por exquisitos que sean, por más que se los pinte con halos de sabiduría, siempre hay que esperar lo peor, e informaciones como éstas no pasan de ser anecdóticas e insustanciales. Si Obama —o cualquier otro político— realmente hubiera aprendido algo de la literatura, estaría mejor dedicándose a otra cosa.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 23 de enero de 2009.

A toda velocidad

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Etgar Keret, joven estrella de la literatura en hebreo (bueno: ni tan joven, pues ya pasa del cuarentón; y estrella no únicamente de la literatura en hebreo, sino del buen número de lenguas a las que ya se ha traducido su obra), es también escritor de guiones y director de cine, además de autor de cómics, de manera que se antoja pensar que de ahí proviene la naturaleza de su narrativa —la más popular, parece, entre la juventud israelí—: agilidad ante todo, luego buenas dosis de humor negro, explotación del absurdo, predilección por los enigmas que propone la vivencia de lo cotidiano y, finalmente, una procura de la originalidad que, casi sin falla, resulta en relatos muy divertidos y casi siempre memorables. Pasa en este libro, que reúne una suerte de novela rapidísima (la que le da título) y un puñado de cuentos estupendos.

Pizzería Kamikaze y otros relatos, de Etgar Keret. Sexto Piso, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 23 de enero de 2009.

Por si las dudas

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«Susanita es ya una neurótica incipiente que quiere saberlo todo —el cómo, el qué, el quién, etc.—, y una buena candidata a acabar siendo de mayor paranoica perdida». Susanita, por supuesto, es la amiga chismosa de Mafalda, y quien la toma como ejemplo de las consecuencias que puede acarrear la ansiedad de explicaciones es Xavier Rubert de Ventós, cuyo amenísimo e iluminador abordaje de la filosofía parte de procurar la erradicación de la obsesiva búsqueda de sentido, a cambio de mejor aceptar, y aprovechar, la utilidad de no ver las cosas claras. La duda, sugiere el filósofo catalán, es la naturaleza misma de la vida, y en ella se encuentra su mayor riqueza. Lo demuestra con inmejorables ejemplos (de la citada Susanita a Kafka) y con una elocuencia ensayística admirable y emocionante.

Por qué filosofía, de Xavier Rubert de Ventós. Sexto Piso, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 23 de enero de 2009.

El debutante

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Fernando Savater, qué duda cabe, sabe escribir. Por más que su prestigio como filósofo sea relativo —se lo tiene, más bien, como un buen divulgador de la filosofía—, el hombre dispone de elocuencia, de encanto, está del lado de los buenos y, generalmente, tiene la razón. Sabe escribir tan bien, vaya, que con ésta, su primera novela, obtuvo uno de los premios más codiciados que se conceden a la literatura en español (uno de los más generosos, también, por cuanto brindan visibilidad y circulación a sus ganadores). Es una historia urdida en el mundo de las carreras de caballos, la consabida pasión de Savater: un misterio envuelto en aventura, y planteado con gracia en pos de una lectura gozosa. ¿Basta esto para decidir que el vasco es un buen novelista, que será imprescindible? Porque no hay mucho más, y en la novela siempre debe haber mucho más.

La hermandad de la buena suerte, de Fernando Savater. Planeta, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 16 de enero de 2009.

Rareza

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En la rueda de prensa que siguió al anuncio del más reciente Premio Nobel de Literatura, J. M. G. Le Clézio respondió que el libro suyo que recomendaría sería Pavana, que recoge la lucha de un pueblo mexicano contra una trasnacional para impedir la instalación de una planta industrial en un hábitat de ballenas grises. Es curioso, sin embargo, que uno de los primeros títulos del francés que se ha decidido relanzar sea éste, El diluvio: Le Clézio es un autor, digamos, poco visible y al que hace falta redescubrir, y esta novela, experimental y desafiante, acaso no sea el ingreso óptimo a su obra. Pero aquí está: un hombre escucha una sirena, al tiempo que obtiene la visión imborrable de una muchacha en motocicleta. El resto... bueno, hay que cobrar ánimos para averiguarlo.

El diluvio, de J.M.G. Le Clézio. Seix Barral, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 16 de enero de 2009.

De oídas

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Una historia así tenía que ser contada por un autor como Fabrizio Mejía Madrid. Es el caso de un narrador al que la práctica de la crónica periodística ha dotado de un oído inmejorable: la vida, finalmente, está armada con voces. Además, por cuanto es posible reconocer en la ficción la famosa realidad, es un libro divertidísimo. ¿La historia? La de un poeta caído en desgracia —o que jamás salió de ella—: «Se hizo poeta en un taller en la Casa del Lago, insultó al profesor, le aventó un high ball a Augusto Bocanegra en una fiesta, se tuvo que ir del país, y viajó a España, a La Franja de Gaza, y a la revolución sandinista en Nicaragua, es decir, se perdió en el desierto comiendo peyote [...] Pero elevaba anclas casi todos los días. Huía, huía de algo muy profundo y negro como mi suerte. ¿De qué huía?».

Tequila, DF, de Fabrizio Mejía Madrid. Mondadori, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 9 de enero de 2009.

Resurrección memoriosa

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Tardó casi cuatro años, pero finalmente resucitó. O será que la aparición de este libro póstumo obliga a dudar si en verdad estará muerto, porque a partir de ahora hay que volver a leerlo desde el principio, como si acabara de nacer. Es la novela que Cabrera Infante, según ha contado su viuda, trató de terminar «hasta el último momento»: una evocación de su juventud habanera, como crítico de cine enamorado de la presencia imborrable de una muchacha. «Según la física cuántica», se lee en el prólogo, «se puede abolir el pasado o, peor todavía, cambiarlo. No me interesa eliminar y mucho menos cambiar mi pasado. Lo que necesito es una máquina del tiempo para vivirlo de nuevo. Esa máquina es la memoria». Y, como no podía esperarse menos, el resultado (con todas las obsesiones que volverían imprescindible al autor) es espectacular.

La ninfa inconstante, de Guillermo Cabrera Infante. Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 9 de enero de 2009.

El cronista ubicuo

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Quizás el don de la ubicuidad sea indispensable para el mejor ejercicio del oficio de cronista: no sólo la curiosidad constante, sino también la disponibilidad para lanzarse a donde esa curiosidad lo mande. Es el caso de Julio Villanueva Chang, uno de los mejores practicantes de este género que mezcla felizmente las razones de lo literario con las imaginaciones de lo periodístico (género para el que el mismo Villanueva Chang fundó una revista estupenda, Etiqueta Negra). En este libro hay encuentros con García Márquez (en la consulta de su dentista), con el tenor Juan Diego Flórez (en casa de su mamá), con el Alcalde ciego de Cali, con Werner Herzog, con Ferrán Adrià, con Ryszard Kapuscinski... Y en cada historia, como explica el autor, hay «una picazón entre la entusiasta admiración y el sabotaje involutario a gente que no entiendo pero me dan ganas de conocer».

Elogios criminales, de Julio Villanueva Chang. Mondadori, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 2 de enero de 2009.

Hace 50 años

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Qué buen novelista era Carlos Fuentes. Si pudo o no seguir siéndolo, o dónde se torció el camino, es otro asunto: el caso es que la presente edición, con la que la Asociación de Academias de la Lengua Española celebra los 80 años del escritor y el medio siglo de la aparición de La región más transparente, es la prueba de la estatura literaria que llegó a alcanzar Fuentes y de los derroteros que inauguró (y acaso canceló al mismo tiempo) con una pieza irrepetible. El volumen, claro, es también un club de amigos: Gonzalo Celorio, José Emilio Pacheco, Vicente Quirarte, Carmen Iglesias, Sergio Ramírez, Nélida Piñón y Juan Luis Cebrián ensalzan, en sendos textos, la figura y la obra del escritor mexicano más visible (que no el más importante), y hay además un glosario y un índice onomástico.

La región más transparente, de Carlos Fuentes. Alfaguara, 2008.

Publicado en el suplemento Primera Fila, en Mural, el viernes 2 de enero de 2009.

¿Enredarse o no? (y II)

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Una mañana con el navegador abierto y funcionando (no siempre a la vista, pero en todo momento activo), y tienen lugar acontecimientos imprevisibles y, sin embargo, decisivos e inolvidables: hallazgos deparados por el azar —en los vericuetos del laberinto no rige sino el azar— que, de no haber tenido la computadora conectada, no habrían ocurrido: quizás nunca, o quizás no hoy, o quizás demasiado tarde... Dos ejemplos: en un mensaje de correo electrónico llega la espectacular noticia de que este mundo alguna vez bailó al compás de Dario Moreno, cantante judío-turco de mambo que vivió entre 1921 y 1968, y cuya existencia es una absoluta razón para la felicidad. (La remitente, en este caso, tiene absoluta prioridad sobre cualquier otro corresponsal de los potenciales millones que hay, pero aparte de eso el correo electrónico funciona sobre un fundamento de superstición que obliga a abrir inmediatamente cualquier mensaje que llegue en cualquier momento, sea de quien sea y trátese de lo que sea que anuncie). Un rato después, ya deambulando sin propósito, es inevitable hacer alto en una entrada del blog de la redacción de la revista Letras Libres: alguien ahí ha tenido la inestimable iniciativa de «colgar» el video de la entrevista que en 1980 concedió Borges a un cretino entrevistador televisivo español. ¿Cómo no quedarse viendo eso? «Hay un joven, Virgilio, que promete mucho», ya va diciendo Borges, socarrón, al final, cuando se cae en la cuenta de que ha transcurrido una hora y cuatro minutos y 14 segundos. (Propuesta de apotegma que cifre esta conducta extravagante —chance y alcance rango de ley de internet—: para encontrar lo que no se busca hay que buscar lo que no se encontrará... porque seguramente olvidaremos qué estábamos buscando).
    Entre la hora y cacho del video de Borges y el tiempo dedicado a rastrear información acerca de Dario Moreno... ¿Para qué sacar cuentas? Porque, además de estos acontecimientos memorables, a lo largo de la mañana hubo cantidad de mensajes indeseados, algunos (pocos) útiles, pesquisas infructuosas, interrogaciones prácticas (dos visitas al diccionario en línea de la RAE para escribir este artículo), más exploraciones ociosas, la consulta de la prensa de cuatro países, descargas —o francos hurtos— de música variadita y de un par de libros completos... Y todo ello mientras las horas (el trabajo, los pendientes, así) parecieron transcurrir como saben, es decir, de corrido y exigiendo la atención de costumbre.
    La reticencia de Javier Marías a usar una computadora (esto empezó, la semana pasada, por su pataleta) tiene que ver, sobre todo, con su pánico a las interrupciones. «Si a mí se me interrumpiera cada seis minutos mientras estoy escribiendo, me rendiría a diario y me pasaría una jornada tras otra sin añadir una línea», reconoce. Posiblemente la realidad ya se haya invertido, y el tiempo lejos de la red sea, ahora, la vida interrumpida. Que eso esté bien o mal lo vamos a saber hasta que la vida se acabe.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 16 de enero de 2009.

¡Qué hemos estado haciendo!

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Eso: qué hemos estado haciendo en esta vida. El mundo es injusto —vaya novedad— o, más bien, yo soy (desde luego) infinitamente ignorante. Por lo primero, me explico que haya pasado inadvertido el cuadragésimo aniversario de la muerte de este personajazo: su nombre real era David Arugete, y nació en 1921 en Izmir (¿ontá eso?: en Turquía, sí, pero...). Judío, criado en un orfanato, políglota, hizo carrera en Francia con el imprevisible nombre de Dario Moreno, y le daba, entre otras cosas, por el mambo. Se murió el 1 de diciembre de 1968 —el mundo es injusto: por qué se muere la gente así, y no, pongamos, Fher el de Maná. Ya no digo más: sólo que gracias a Verónica vine a descubrirlo. (Curiosos: métanse en el MySpace de este maestrísimo).


¿Enredarse o no? (I)

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Al novelista Javier Marías, hará un par de meses, se le descompuso la máquina de escribir —o era que ya batallaba mucho con ella, luego de torturarla por años—, y al querer estrenar otra se topó con la noticia de que su modelo favorito ya no se fabrica, y peor aún, esos artefactos se han vuelto casi inencontrables. La circunstancia dio pie a que Marías declarara (no es la primera vez) su reluctancia, casi fóbica, a posar los dedos en el teclado de una computadora. «No me gusta y me resulta incómodo, en contra de lo que le pasa a todo el mundo (soy un anormal)», admitió entonces, aduciendo la molestia de no contar con papel sobre el cual hacer «tachaduras, llaves, flechas y garabatos al corregir a mano». Pero luego de esa razón, ciertamente comprensible —y a la que pueden agregarse otras: la añoranza del tableteo de las teclas en una máquina de escribir, una música que de seguro extrañamos cuantos llegamos a utilizarlas; el carácter ritual del trabajo en ellas: introducir una hoja, hacer girar el rodillo, colocar el papel carbón, la minuciosidad que exigía corregir una equivocación...—, el autor de Corazón tan blanco arremetió contra todas las posibilidades (amenazas para él) de una computadora, más allá de su función como procesador de textos: internet y sus derivados, vaya, sobre todo el correo electrónico: ¡horror!
    Unas semanas después volvió sobre el tema. Resignándose a acercarse al «ordenador» en lo que consigue otra máquina de escribir, aprovechó para conocer lo que tanto temía (entre otras cosas, la página web que una lectora devota le ha consagrado: javiermarias.es), y navegó un poco. «Lo que más me ha desagradado, sin embargo, son los llamados blogs y foros», escribió entonces. Sostener un espacio así en la red, a su juicio, es equiparable a esto: «uno va a un bar, se sienta a una mesa y habla de lo que sea, y a continuación está expuesto a que cualquiera coja una silla y le suelte a su vez su rollo o —con demasiada frecuencia— sus imprecaciones». Pues sí, cabría reconocerle, y no sólo eso, sino que a menudo, y es lo más frecuente, dicha exposición ni siquiera merece la comparecencia de nadie, y quien está a la mesa parlotea a solas, sin que queden jamás claros los motivos de desperdiciar la vida así.
    Por mucho que resulte una aversión excesiva la que mantiene a Marías fiel al papel, al fax (que no al teléfono: parece que también lo detesta), al servicio postal y a la consulta en bibliotecas —antes que confiar en internet: «aquello parece una enciclopedia de vastedad incomparable, pero de calidad muy dudosa y variable»—, acaso sea útil tomarla con más seriedad que sorna para medir con ella las consecuencias de lo fácil que es dejarse conquistar por las bondades del medio, por su espectacularidad, por su naturaleza tan prometedora como poco cumplidora. No es como para ir corriendo a desempolvar la Olivetti, claro, pero sí para pensarle tantito —y, si otra cosa no se ofrece, sobre esto volveremos la próxima semana, porque el tema da para largo.

Lo malo es que, por andar de nostálgicos, luego puede pasar esto: 



O puede uno terminar como va a terminar Javier Marías (ah, no, perdón: es Jerry Lewis):
  




Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 9 de enero de 2009.

A todo color

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La joya que ahora decora la cocina, colocada cerca del refrigerador (en la puerta de la alacena), de tal modo que al ir por cualquier cosa sea inevitable verla, es obsequio de la Panadería García, de Ciudad Guzmán: «Este Calendario», se lee en una leyenda impresa debajo de la imagen, con abundancia de mayúsculas que seguramente buscan enfatizar el propósito, «es un Sencillo Testimonio de Gratitud por su Amable Preferencia y para Desearle todo Género de Felicidad en Navidad y en todo el Año Nuevo 2009». El calendario engrapado al extremo inferior del pliego de papel couché es, más propiamente dicho, un almanaque bilingüe: seis hojas desprendibles en las que los meses viajarán por parejas, con las días feriados de México, Canadá y Estados Unidos (President’s Day: 16 de febrero; Canada Day: 1 de julio), el santoral católico y las festividades judías (Yom Kippur: 28 de septiembre, mismo día que se recuerda a San Wenceslao), dibujitos varios (un cupidito para San Valentín, un obrerito para el Día del Trabajo) y las fases de la luna y los cambios de las estaciones. Al reverso del pliego, en tipografía menuda, una monografía de la bandera mexicana, la letra completa del Himno Nacional, la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales y el Calendario Cívico, con las fechas en que la bandera debe ondear a toda asta o a media asta —que será como se habrá de verla el 7 de octubre, aniversario de «la inmolación del Senador Belisario Domínguez ordenada por Victoriano Huera en 1913»—: en resumen, un caudal de información acaso no indispensable, pero sí utilísima y emocionante.
    Pero lo mejor está en la estampa principal: una reproducción del cuadro «La Patria y el Niño», firmado por Jesús Helguera. Sobre un terreno pedregoso, y delante del fondo que hacen las figuras del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl (que en otras célebres pinturas de Helguera, todos las hemos visto, cobran vida como la pareja de la leyenda: el hombre musculoso arrodillado ante la mujer yacente), un chamaco de unos ocho o diez años carga bajo el brazo un libro voluminoso, al tiempo que le da la mano a la morenaza altísima que a su vez porta una bandera gigantesca; la mujer —trenzas gordas, coronada con ramas de olivo— se deja guiar con un gesto de serenidad altiva que resulta dramático por este detalle: lleva los ojos cerrados. El niño mira a lo alto, con entusiasmo y el rostro luminoso, y mientras él pisa firme, la Patria parece flotar (apenas toca el suelo, vuela la falda de su vestido blanco). Es, como toda la obra de Helguera, una escena trazada por el más puro candor: ilustrador a sueldo de la Cigarrera La Moderna durante casi toda su vida, el pintor chihuahuense se limitaba a plasmar, justamente para que figuraran en calendarios, idealizaciones de la historia o de lo mexicano con el solo propósito de que a la gente le gustaran lo suficiente como para tenerlas a la vista durante todo un año. Y sí, cómo resistirse: es fascinante. Que así, como este calendario, sea el 2009.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 2 de enero de 2009.