Cañas


Foto: Abraham Pérez

Seguro: habrá tenido algún cuidado en elegir la camisa de tono verde pálido para que hiciera juego con el saco a cuadros (verdes, marrones, y ahora el gris infame de la mugre, un desgarrón en un codo, el forro de rojo vivo destripado). El pantalón oscuro. Quisiera saber con precisión el color de la corbata; sólo me animo a aventurar que el nudo debió ser grueso, que el cabo angosto le había quedado una pulgada más abajo que el ancho y que ambas puntas habían renunciado a continuar a mitad de la barriga. Silbó mientras se afeitaba, todavía con la camisa desfajada, porque también le hacía falta atarse las agujetas de los zapatos. Esto es: ni la barriga, ni la calva, y mucho menos lo avejentado de cada prenda, habían llegado a disuadirlo de ese prurito decisivo: el cinturón hay que ajustarlo sólo hasta después de hacer los moños de las agujetas, pues de lo contrario la camisa se abomba en la espalda al momento de inclinarse o, como en su caso, al cruzar trabajosamente las piernas para alcanzarse los pies, sentado en la cama. Silbó qué, desayunó qué —¿un par de blanquillos tibios?—, qué metió al final en el portafolios, en qué momento tomó las llaves, qué abrían esas llaves, cuánto dinero llevaba en la cartera, de dónde salió, qué ruta de camión tomó, a quién le dijo al rato vuelvo. En el bolsillo de la camisa asomaban una pluma Bic roja, un montón de papelitos, un clip de los llamados mariposa sujeto a la tela. Traía un audífono para sordera. Y loción: fuerte, dulzona (de frasco grande, dos palmadas en la nuca, una en cada mejilla, todas las mañanas).
        Cerca de las dos de la tarde, había hecho ya lo que precisaba hacer ese día, iba ya quizás rumbo a un plato de cocido, una cerveza oscura, la siesta que seguiría, un rato de la tarde en camiseta (todavía con el mismo pantalón, con los mismos zapatos) arreglando el interruptor de luz de la cocina, luego las noticias en la televisión, y al final la cama. El Esto habría quedado todo el día dentro del portafolios, de cualquier manera. De haberse puesto a pensarlo, habría respondido que este edificio monstruoso no era menos invisible que cualquier otra estación de su rutina: algo había que hacer aquí —cobrar un giro, pongamos—, como algo hay siempre que hacer en cualquier otro lugar. De manera que se encaminó a la escalinata pensando en el cocido. Quizás no vio dónde pisaba por ir viendo si no se acercaría ya su camión. A la salida del colegio, mi amigo Ramón Cruz y yo podíamos tomar el nuestro a la otra cuadra, pero íbamos hasta esa esquina, la del edificio monstruoso, para comprar bolsitas de cañas. No lo vimos despeñarse: sólo llegamos cuando miraba, con la perplejidad más grande del mundo, cómo se le iba manchando la camisa con la sangre que le salía de la boca. Ya se oía el alarido de la ambulancia. Yo recuerdo intensamente sus zapatos, y haber tratado de imaginar qué pudo esperar esa mañana, cuando se los ataba.

Publicado en KY de diciembre de 2009.
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