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Stephen Harper, que así sabe entretenerse mejor que leyendo libritos.
El escritor canadiense Yann Martel tuvo una idea fascinante. Por inspirada y por esperanzada, por maliciosa, pero también por inútil. La historia va más o menos así: hace dos años y medio, medio centenar de artistas acudieron al Parlamento de su país a fin de celebrar los 50 años del Consejo para las Artes de allá (algo como el Conaculta, sólo que sin Chelo Sáizar, también conocida como la Folclórica Bonita). Como es de esperarse siempre que se junta una runfla de bailarines, pintores, escritores, cineastas, etcétera, los despacharon rapidito y sin pelarlos gran cosa. Por muy Canadá que sea, el trato que los políticos dispensan a creadores e intelectuales es el mismo —displicente, fastidiado— en todo el mundo. Martel iba en el grupo. Cuenta que, mientras la sesión tenía lugar, a él le dio por pensar en el tema de la quietud: cómo solemos pensar que la vida va siempre a toda prisa, cuando en realidad quienes corremos somos nosotros, desaforados y necios, como si así fuera a cundirnos mejor el tiempo que nos tocó vivir.
    En algún momento, el escritor (autor de Vida de Pi, para más señas: una novela nada mala, que ha cosechado éxito mundial) reparó en la figura de Stephen Harper, el Primer Ministro, que luego de haber estado presente en la reunión, y sin haber dicho una palabra, recogía sus papeles y se disponía a largarse cuanto antes: ni una sola vez se había dignado mirar a los ojos a los comparecientes. Y se propuso, Martel, lo siguiente: cada dos lunes, hasta que terminara la administración de Harper, le enviaría un libro, acompañado por una carta/dedicatoria, que de algún modo u otro abordara precisamente el tema de la quietud. Lo ha cumplido: a la fecha lleva ya 64 títulos remitidos, y cada una de las cartas ha sido publicada en un sitio web creado para ir informando de la descabellada empresa: www.quelitstephenharper.ca (en francés; tiene gemelo en inglés, al que se ingresa desde ahí mismo). La lista es variadísima: están Tolstoi —La muerte de Iván Ilich fue el primer título— o Borges, Kafka o Rilke, y también la epopeya de Gilgamesh, una recopilación de canciones de Paul McCartney, el Bhagavad Gita o Julio César de Shakespeare.
    Harper, naturalmente, como todo político que se precie, es un cretino y un malagradecido. Sólo cinco cartas, firmadas por algún gato, han correspondido a los obsequios de Martel. Es imposible saber si los libros han llegado a las manos del Primer Ministro, si los ha leído, o qué diablos piensa. «No hay duda de que está ocupado», razona el escritor, y añade que tampoco hay duda «de que se comporta y gobierna como alguien poco o nada preocupado por las artes». Por eso, pensó Martel, a Harper le vendría bien un poco de quietud. A Felipe Calderón, si alguien quisiera gastarse los trescientos o quinientos pesos que costaría enviarle un libro cada quince días, ¿que convendría ponerlo a leer? Nomás por jugar con la idea, claro: como en Canadá, también serviría de maldita la cosa.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 18 de septiembre de 2009.
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1 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
24 de septiembre de 2009, 20:30

La divina comedia lo pondría a leer. "Orale, aviéntese eso señor, a ver si encuentra en qué nivel estamos todos en México."