De segunda mano

Esto no lo supe sino hasta mucho después de conocerlo: el hombre era músico, animaba el baile, a ritmo de danzón, en tardeadas polvorientas organizadas para jubilados, pero también era capaz de llevar bajo el sobaco una escuadra con el cargador puesto. Aborrecía el humo del tabaco, pero invariablemente se sentaba cada mañana en la mesa vecina a la que ocupaba yo, que fumo y que, gracias a nuestras posiciones (no había más ventilación que la que brindaba la entrada del local, y él estaba siempre más cerca de ella, mientras que yo me ubicaba al fondo), arrojaba incesantemente el humo en dirección de su presencia incómoda e infaltable. Me odiaba, odiaba mis cigarros, odiaba mi empecinamiento en habitar ese rincón de luz deficiente donde yo había dado en guarecerme para leer, para tomar un café, para fumar. Pero —yo llegaba siempre antes que él— me saludaba cada mañana. Yo le contestaba el saludo, pero le tenía miedo; manoteaba ostensiblemente para espantarse la nube tóxica que yo le arrojaba —sin querer: el día que sacó la pistola y la puso delante suyo, en la mesita, le tuve mucho más miedo—, pero no se cambiaba de lugar. Yo veía cada día cómo lo enervaba mi pestilencia miserable, lo oía fingir una tos encabronada, asistía a las quejas enfurecidas que le soltaba a la mesera, lo descubría mirando alternadamente las volutas del humo que le lanzaba y luego su arma, paciente y servicial; pero seguía encendiendo un cigarro tras otro.
       Tenía mucho más tiempo que yo viniendo a este café, lo saludaban con respeto y afecto, se veía que era un tipo afable. Pero sé bien que quería matarme. Que eso había estado pensando desde que empezó a exhibir la escuadra apenas llegaba, antes incluso de saludarme. Aunque chasqueaba la lengua y musitaba insultos cuando me veía abrir un nuevo paquete de cigarros, jamás dejó de despedirse comedidamente cuando se largaba —siempre antes que yo, que me quedaba fumando. Me agobiaba su incomodidad aparatosa, lo asfixiaba mi contumacia humeante, pero ninguno dio nunca muestras de querer rendirse. Pasaron unos cinco o seis años así.
       Hasta que, repentinamente, dejé de comparecer en ese duelo insensato, lamentable. Sólo porque me mudé a otros rumbos. He regresado alguna vez, mucho tiempo después, para descubrir que el lugar se ha transformado: ahora es un café mucho más espacioso, ahora los fumadores estamos proscritos por la Ley, ahora yo apagaría el cigarro a la menor señal de molestia. Él, quién sabe, quizás siga viniendo. Pero también puede ser que, a la larga, mi humo haya funcionado mejor que su pistola. O, si no mejor, sí antes.

Publicado en la columna «Excipiente», en KY 3
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2 comentarios:

Fernando Romero dijo...
28 de agosto de 2009, 22:30

¿era acaso el cafe Don Luis de Av. Chapultepec el espacio que compartian? yo tambien costumbraba visitar ese espacio, que ahora fue recien remodelado y veo lleno de gente que no lo visitaban anteriormente

saludos

José Israel Carranza dijo...
3 de septiembre de 2009, 22:22

Era el San Remo, que todavía jala —aunque con otro nombre— en la calle Independencia, entre Pedro Loza y Santa Mónica. ¡Saludos!