¿Enredarse o no? (y II)

 
Una mañana con el navegador abierto y funcionando (no siempre a la vista, pero en todo momento activo), y tienen lugar acontecimientos imprevisibles y, sin embargo, decisivos e inolvidables: hallazgos deparados por el azar —en los vericuetos del laberinto no rige sino el azar— que, de no haber tenido la computadora conectada, no habrían ocurrido: quizás nunca, o quizás no hoy, o quizás demasiado tarde... Dos ejemplos: en un mensaje de correo electrónico llega la espectacular noticia de que este mundo alguna vez bailó al compás de Dario Moreno, cantante judío-turco de mambo que vivió entre 1921 y 1968, y cuya existencia es una absoluta razón para la felicidad. (La remitente, en este caso, tiene absoluta prioridad sobre cualquier otro corresponsal de los potenciales millones que hay, pero aparte de eso el correo electrónico funciona sobre un fundamento de superstición que obliga a abrir inmediatamente cualquier mensaje que llegue en cualquier momento, sea de quien sea y trátese de lo que sea que anuncie). Un rato después, ya deambulando sin propósito, es inevitable hacer alto en una entrada del blog de la redacción de la revista Letras Libres: alguien ahí ha tenido la inestimable iniciativa de «colgar» el video de la entrevista que en 1980 concedió Borges a un cretino entrevistador televisivo español. ¿Cómo no quedarse viendo eso? «Hay un joven, Virgilio, que promete mucho», ya va diciendo Borges, socarrón, al final, cuando se cae en la cuenta de que ha transcurrido una hora y cuatro minutos y 14 segundos. (Propuesta de apotegma que cifre esta conducta extravagante —chance y alcance rango de ley de internet—: para encontrar lo que no se busca hay que buscar lo que no se encontrará... porque seguramente olvidaremos qué estábamos buscando).
    Entre la hora y cacho del video de Borges y el tiempo dedicado a rastrear información acerca de Dario Moreno... ¿Para qué sacar cuentas? Porque, además de estos acontecimientos memorables, a lo largo de la mañana hubo cantidad de mensajes indeseados, algunos (pocos) útiles, pesquisas infructuosas, interrogaciones prácticas (dos visitas al diccionario en línea de la RAE para escribir este artículo), más exploraciones ociosas, la consulta de la prensa de cuatro países, descargas —o francos hurtos— de música variadita y de un par de libros completos... Y todo ello mientras las horas (el trabajo, los pendientes, así) parecieron transcurrir como saben, es decir, de corrido y exigiendo la atención de costumbre.
    La reticencia de Javier Marías a usar una computadora (esto empezó, la semana pasada, por su pataleta) tiene que ver, sobre todo, con su pánico a las interrupciones. «Si a mí se me interrumpiera cada seis minutos mientras estoy escribiendo, me rendiría a diario y me pasaría una jornada tras otra sin añadir una línea», reconoce. Posiblemente la realidad ya se haya invertido, y el tiempo lejos de la red sea, ahora, la vida interrumpida. Que eso esté bien o mal lo vamos a saber hasta que la vida se acabe.
Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 16 de enero de 2009.
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1 comentarios:

Homeless Schakal dijo...
21 de enero de 2009, 22:35

Buena visión esa de las interrupciones: si no es el messenger con sus pitidos y ventanas molestas en veces, es la tentación de abrir el explorador para buscar cualquier barbaridad. Hoy en día, es raro lo que no se encuentre en internet.

Aún así, como distractor, creo que la computadora todavía no suple a las consolas de videojuego: todavía no podemos dejar a los chiquillos pegados a la computadora, quien quita y se vuelvan miembros de Al Qaeda y luego quieran estrellar su bicicleta contra el edificio de la PGR.

Saludos, querido Carranza.