Proyecto Chavita 6: Noticias urgentes

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Lo dicho: la realidad es una cosa siempre indeseable. Malamente, cedí a la tentación de preguntarle a la cajera si ella conoce la historia de Chavita. Me limito a registrar las siguientes informaciones:
1.- Era un hombre muy rico. Llegó la ruina, la mujer y los hijos lo corrieron.
2.- Todo parece indicar que es, en efecto, contador.
3.- Está enfermo de un pie. Muy enfermo, parece. Y se niega a atenderse.
4.- El domicilio que da es el del café.
Estos datos, desde luego, espesan más las tinieblas en torno a las improbables explicaciones que haya respecto a su condición actual. Dudo mucho que me anime a volver a preguntar nada.

Proyecto Chavita 5: El Sr. López Wayne

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Nada sé de Chavita más que cuanto he tenido a la vista por cerca de doce años. A ciencia cierta: que se llama Chavita (Salvador, seguramente), que no está bien de la cabeza, que fuma. (Sobre su conducta, algo más que exótica —pernocta en el café: ¿no basta con eso?—: dispongo de un término preciso, pero el problema es que es uno de esos términos que únicamente funcionan al amparo del ámbito familiar: una de esas claves cuyo sentido jamás conseguiremos que sea captado por alguien ajeno a nuestros genes. Lo usaba mi papá para definir a alguien que, como Chavita, estaba hablando solo: «Está acarranzado», me decía, y yo no sé si decirlo ahora aquí).
Lo que no se sabe, desde luego, puede conjeturarse. Por ejemplo: ¿no será que Chavita trabaja redactando correos spam, esos mensajes detestables e indescifrables que nos avisan que la viuda del Presidente de Uganda nos quiere para un negocio, o que acabamos de ganar una lotería en la que no participamos? Algo como esto, que acaba de llegarme:

El Sede de la lotería, Las Oficinas de Puerto deportivo, San Peteres Andan en yate Palangana, Newcastle sobre
Tyne, Inglaterra NE6 1HX. El Servicio de atención al cliente Ref: La Serie UK/9420X2/68: 074/05/ZY369

La NOTIFICACION VICTORIOSA: Anunciamos felizmente a usted la atracción (#83) del euro MILLONA LOTERIA EN LINEA aguantó primer de enero, 2008 en el UNIO-REINO de NEWCASTLE. Su dirección de correo electrónico conectó para etiquetar el número: 564 - 75600545 - 188 con el Serial numeran 5368 - 02 dibujaron los números victoriosos: 08 - 12 - 19 - 31 - 50 - [06 - 07] las estrellas Afortunadas.

Cuál subsiguientemente le ganó la lotería en la segunda categoría. Usted tiene por lo tanto fue aprobó para reclamar una suma total de £460,000.00 (cuatrocientos y sesenta mil Gran libras de ingleses) en efectivo, acreditó para archivar KTU/9023118308/05. Esto es de un premio en dinero efectivo total de £1.840.000,00 millones de libras, compartido entre el primer Cuatro (4) ganadores afortunados en esta categoría.

Todos participantes para esta versión en línea fueron escogidos al azar de sitios de telaraña mundial por sistema de atracción de computadora y extraídos de más de 100.000 uniones, las asociaciones y las corporaciones que son listadas en línea. Esta promoción sucede semanalmente.

Por favor nota que sus números victoriosos afortunados entran nuestro folleto europeo la oficina representativa en Europa, en vista de esto, su GB£460,000.00 (cuatrocientos y sesenta mil Gran libras de ingleses) será liberado a usted por nuestra oficina de pago en Europa.

Nuestro agente del RU comenzará inmediatamente el proceso para facilitar la liberación de sus fondos tan pronto como usted lo contacta. Para cuestiones de seguridad, usted es aconsejado a mantener su información victoriosa confidencial hasta su reclamo es procesada y su dinero remitido a usted. Esto forma parte de nuestra medida preventiva de evitar reclamar doble y abuso injustificable de este programa. ¡Es advertido por favor!!!

Para archivar para su reclamo, contacta a nuestro agente fiduciario: Sr. Lopez Wayne

Eso debe de ser: ¿por qué no puede ser él el Sr. López Wayne? ¿Por qué no podría estar enviándome él esos correos?

Proyecto Chavita 4: El desdén

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Chavita, espejo de dignidad, ha llegado al desdén antes que yo. Como consta por aquí, las últimas veces que se ha acercado a pedirme un cigarro (hasta cuatros cigarros en el curso de una noche) yo he querido reunir el coraje para negarme. Inútilmente: siempre consigue saquearme. En ocasiones he pretendido no advertir su presencia, y con los audífonos puestos, por ejemplo, o con la atención puesta en un libro —falsamente: no pierdo detalle de lo que haga—, he esperado a que se sienta desairado y se largue. También he recurrido a soltarle alguna conminación más bien imbécil: «Es el último», le digo alargándole la cajetilla, pero él y yo sabemos que no será el último cigarro jamás.
Hoy, sin embargo, entró al café, miró en la dirección en que me encuentro (el mismo banco de la barra: la cajera, el otro día, se burló suavemente de mí porque mi lugar habitual estaba ocupado por el Doctor —otro personaje: más adelante, quizás, daré alguna noticia sobre él—, y eso me condujo a una mezcla muy extraña de desamparo y orgullo), y antes de que yo alcanzara a esconder los cigarros de su vista, dio la media vuelta y desapareció. ¿Ya ha prescindido de mí?

Puro humo

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A ella, por lo pronto, ya no la van a dejar entrar a ningún lado. De lo que se pierden.

Los fumadores somos una peste. Literal y metafóricamente, y literalmente otra vez: por las nubes fétidas y tóxicas en que nos gusta envolvernos, porque nuestra sola presencia en cualquier ambiente nos vuelve dañinos —aunque no mordemos (o no todavía), merecemos el destino de las ratas de Hamelin, pero sin música y sin encantamiento: a garrotazo limpio—, porque nuestra malsana naturaleza nos impregna con repulsivos olores característicos, amén de todos los otros estigmas que vamos exhibiendo por la vida: desde las manchas en los dedos hasta las escleróticas en que se nos va quedando el color miserable de miles de colillas, y pasando por las quemaduras ineptas en la tapicería del coche, el lodo turbio de los ceniceros que se amontonan en la cocina, la sonrisa devastada y café, el jadeo, la temblorina. Y eso por no hablar de los chapopotes que dejarían a la vista nuestras autopsias. Ninguno de nosotros debe de andar muy bien de la cabeza: no hay malestar, no hay fatiga, no hay gargajo que nos disuadan de perseverar en nuestro desvarío: no dejamos de quemar sumas inmorales en nuestras minúsculas hogueras portátiles de inmundicia. Y por más que el mundo se empeñe en reconvenirnos, en redimirnos, o por más que nos expulse de sus aires limpios y saludables y felices, preferimos volverle la espalda, mandarlo al diablo y quedar en la intemperie y en la incomprensión más baldía, con tal de prender el siguiente cigarrillo que acelere nuestra extinción (somos una plaga que se extermina a sí misma, y hasta con gusto y delicia). A menudo echamos más humo cuando no fumamos, por neuróticos y ansiosos, pero de cualquier manera somos detestables. Y débiles e indignos de compasión. Y también mezquinos y crueles: ¿no podemos matarnos solos? Quizás, pero si podemos cargarnos antes a dos o tres fumadores pasivos que aspiren nuestros miasmas infectos... Deberíamos llevar cencerros colgados del pescuezo, como leprosos bíblicos.
Somos, la Ley misma está por demostrárnoslo, la parte más indeseable de la sociedad. La única parte a la que será lícito y bueno y justo discriminar, antes incluso de que seamos sorprendidos en flagrancia —como pasa ya en otras tierras, naciones dichosas del Aire Puro. El ladrón, el pendenciero, el hampón más rotundo, el criminal más cargado de culpas, el impostor, el más siniestro y el más peligroso pasarán antes que nosotros, y podrán entrar y quedarse. Nosotros no: tan intolerables somos que seremos prohibidos. Hemos quedado proscritos. Y pobre de aquel que nos admita y consienta nuestra repugnante aparición: también será perseguido y le costará caro. El Estado se ha hecho cargo de la situación y ha decidido erradicarnos: no quiso esperar a que la muerte llegara a hacer limpieza —que llegará—: execrables que somos, ya teníamos el oprobio y ahora hemos merecido la segregación. ¿Que todo es por el derecho de los otros, los inocentes que no fuman? Qué más da. Nos disiparemos como nuestro amado humo, y no estaremos para ver su insípida alegría.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 29 de febrero de 2008.




Amélie Nothomb: La mirada, la vida

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La escritora belga Amélie Nothomb es japonesa. Cuando era muy pequeña quería ser Dios, pero pronto, al cumplir cinco años, admitió que esa posibilidad era remota. A los 23 vigilaba pacientemente que no faltara papel higiénico en los baños del piso 44 de una gigantesca compañía en Tokio, al tiempo que se esmeraba en el ejercicio de la defenestración: imaginar, al lado de un ventanal, que se desplomaba continuamente sobre la enormidad indiferente de la ciudad. Por la carrera de su padre, embajador (además de barón), su infancia y su adolescencia transcurrieron en Birmania, Bangladesh, China o Laos, pero también en Nueva York, París y, claro, Bruselas. En algún momento obtuvo un grado académico en filología románica («la misma elección de Nietzsche, lamento decirlo», declaró alguna vez: «es demasiado pedante»), y no usa internet («simplemente por estupidez técnica», ha reconocido). Escribe a mano, cuatro horas diarias, a partir de las tres o cuatro de la mañana. En Biografía del hambre, una de las novelas donde ella misma es la protagonista —es uno de sus sellos distintivos: la propia experiencia como materia prima, si bien reconoce no haber leído nunca a Freud— relata su paso por la anorexia. Es una de las celebridades más atractivas de la literatura mundial, y las editoriales no dejan de festejar su productividad compulsiva: a sus 40 años ha publicado 22 libros, y afirma contar, al menos, con otros 35. Le gusta recurrir a la imagen de la gestación y el parto para referirse a cada uno: 35 más 22, igual a 57. Es madre de 57 hijos.
En buena medida, referir los datos biográficos de Amélie Nothomb significa hablar ya de su obra: un largo relato que ha ido armando en función de un aprovechamiento intensivo de las posibilidades poéticas de la intimidad. «Es muy probable que nuestra vida carezca en absoluto de valor artístico», observó una vez; «razón de más para que la literatura sí lo tenga». Así, el mero recuento de lo vivido constituye la ocasión inmejorable para que la imaginación de cada lector —por efecto de una prosa diáfana y concisa, y también por una asombrosa astucia narrativa— se descubra conducida al azoro más inesperado. A menudo, los personajes de Nothomb se encuentran a medio camino entre lo monstruoso y lo sublime, en atmósferas y ámbitos cuya aparente serenidad encubre un creciente desasosiego, y de ahí que buena parte de la fascinación que suscitan sus novelas se deba a lo que tienen de perturbadoras las conductas de sus personajes.
Higiene del asesino, su primer título, fue un éxito absolutamente inesperado, sobre todo por la juventud de la autora: 24 años. Poco después, en 1992, Estupor y temblores, de una delicadísima y cruel belleza, obtuvo el Grand Prix de la Academia Francesa, y a partir de entonces fue imposible dejar de prestarle atención. Claro: lo inusitado de su irrupción en la literatura mundial (sus novelas más recientes se traducen de inmediato, por lo menos, a 40 idiomas) ha sido bien aprovechado por la mercadotecnia editorial: una joven exótica que usa botas militares, es adicta al té negro, lleva los labios rojísimos y escribe como un japonés anciano y sabio necesariamente es un fenómeno de ventas. Pero resulta, también, que su obra está marcada por una incesante preocupación metafísica, y que en su estilo puede advertirse la huella de autores como Diderot, Mishima, Céline y Proust. Por ejemplo.
Lo que más importa en la obra de Amélie Nothomb es su mirada. «¿Qué es la mirada? Ninguna palabra puede aproximarse a su extraña esencia», se lee en Metafísica de los tubos. «Y, sin embargo, la mirada existe. Incluso podría decirse que pocas realidades existen hasta tal punto. ¿Cuál es la diferencia entre los ojos que poseen una mirada y los ojos que no la poseen? Esta diferencia tiene un nombre: la vida. La vida comienza donde empieza la mirada». Lo que más importa en la obra de Amélie Nothomb es su vida.

Publicado en Magis.




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El afán de la memoria
(Una vez Argentina, de Andrés Neuman. Anagrama, 2003)


Jovenazo y, por lo que se ve, imparable (con 30 años de edad cuenta ya más de una docena de títulos, repartidos entre la novela, el cuento y el ensayo), Andrés Neuman no sólo ha recabado, con justicia, la estima de la crítica, sino que además es una de las voces más visibles de la literatura emergente en español. Esta novela, con la quedó por segunda ocasión finalista en el Premio Herralde, rehace una genealogía íntima al tiempo que traza el rastro de los accidentes históricos que conformaron la identidad de un país: las noticias de la memoria de los ancestros como una clave para descifrar lo que la Argentina ha podido llegar a ser. Como lo anotó un entusiasta comentarista en su momento, es «una novela en la que lo real adquiere la dimensión de lo fantástico y el pasado la consistencia de la epopeya».

Desde el infierno
(Las benévolas, de Jonathan Littell. RBA, 2007)

Es inevitable soslayar los enormísimos, quizás desmesurados elogios que ha recibido esta novela. «Acontecimiento del siglo», llegó a decir Jorge Semprún. El Premio Goncourt y el Grand Prix de la Academia Francesa son sólo la punta de la conmoción que la prensa ha registrado en torno a esta historia de un oficial de las SS que cuenta —con una voz escalofriante, eso sí, desde las primeras líneas—, que recuerda, que deja su versión del Holocausto. «Mi libro habla de las personas que eligen convertirse en una porquería», ha dicho el autor. Y es eso, nada menos: el prolijo y escabroso registro de un tiempo perverso y de la gente que lo habitó: el registro del infierno. «Jonathan Littell nos revela que no, que todavía fue peor, que los crímenes, la inhumanidad de los verdugos, alcanzaron cimas más altas de monstruosidad de lo que creíamos», escribió Mario Vargas Llosa. «Son páginas que quitan el habla».

Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 29 de febrero de 2008.

Proyecto Chavita 3: Teléfono y táctica disuasoria

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Ayer descubrí que Chavita tiene un teléfono celular. Se instaló en su lugar habitual en la barra del café, y luego fue al contacto que hay junto a un refrigerador, para conectar ahí el cargador. Al rato lo recogió, revisó —imagino— si tenía llamadas perdidas o mensajes, guardó el teléfono en un bolsillo de su saco y se fue.
Hoy que llegué ya estaba aquí. Ensayé una estrategia que, por lo visto, funcionó: no fumé, ni siquiera saqué la cajetilla, sino hasta que lo vi levantarse para largarse. Fue una media hora de vigilancia angustiosa.

Proyecto Chavita 2: La imposición de un enigma

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Naturalmente, lo más sencillo sería comenzar a investigar en directo su historia: encararlo y preguntarle qué diablos hace en la vida. O procurar aproximaciones a inferencias más realistas: es seguro que las meseras de aquí sabrán dar los pormenores indispensables para que mi capacidad de deducción y mi fantasía terminen el trabajo. Pero, si no lo he hecho en doce años, por qué tendría que hacerlo ahora. Mis inferencias, gratuitas y todo, son básicamente las siguientes:
a).- Es un ex empleado del departamento de contabilidad de algún Sanborn's. Hace algún tiempo —ya no pasa: quién sabe qué trastada habrá hecho— le facilitaban bonches de «comandas» viejas para que se entretuviera en sumas y cálculos toda la noche, instalado en su sitio de la barra (justo como a veces hacen los gerentes, en efecto, al acercarse el final de un turno), o refundido en una caballeriza del bar. En la barra o en el bar, indistintamente, terminaba quedándose profundamente dormido.
b).- En otra vida, antes de que algo tronara irremediablemente en su cabeza, fue maestro de historia: de ahí su propensión a recitar pasajes salidos de libros de texto, el escrúpulo pasmoso con que es capaz de declarar fechas y nombres y lugares. El hábito del portafolios (aunque esto, como la invariable corbata y el invariable traje, también vale para el papel de contador).
c).- Por temporadas lo he visto rondar por mesas de clientes habituales —los desvelados inverosímiles que se guarecen aquí a la una o a las dos de la mañana: gente como una tribu árabe que lo mismo regentea puestos de tacos que lugares clandestinos de apuestas, o gente como las presumibles putas que atienden desde aquí sus negocios, vía celular. Les ofrece (o les ofrecía: tiene mucho que no lo he visto hacerlo) boletos para rifas de relojes. También funge como recadero: va a comprarles cigarros a las meseras, por ejemplo. («Meseras», aquí, es una palabra proscrita: aquí se llaman «vendedoras»).
d).- Cierta vez pude asomarme al contenido de su portafolios. Había un bulto de lo que creí entender como ropa interior, un cuaderno y, lo mejor, un transportador. En el cuaderno —aléjate, fantasma de Joe Gould— lo he visto trazar apretados y complejísimos esquemas y renglones. Pero no parece ser constante en esa labor.
e).- No sólo lo encuentro aquí, en las noches. También es posible verlo en otros cafés del rumbo, con la particularlidad de que todos son Sanborn's, Vips o Toks. A todas horas del día y de la noche. Hasta donde puedo hacerme una idea, tiene una rutina conforme a la cual va visitándolos puntualmente. Y, hace unas semanas, la cajera de aquí me contó que lo habían tenido que correr con policías, porque se puso insoportable. ¿Dejó de tomar sus medicamentos? Porque, otra noche, oí a una mesera (perdón: una «vendedora») preguntarle si no le faltaba medicina. Se preocupan por él.
Es, como podrá verse, muy poco. Pero sigo resistiéndome a preguntar. Hoy también, cómo no, llegó y vino conmigo inmediatamente: «¿Me das un cigarrito?».




Páginas

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(En el suplemento Primera Fila, del diario Mural, publico todos los viernes la columna «Páginas». Son dos reseñas de libros a la semana, más bien telegráficas, y a menudo —me temo— ni siquiera alcanzan a ser reseñas, sino fugacísimas presentaciones de alguna novedad o algún hallazgo. Aquí va el bonche de las que llevo publicadas en lo que va del año; en adelante irán apareciendo aquí los viernes).

Uno y todos
(Austerlitz, de W. G. Sebald. Anagrama, 2005)

En el curso de varios años, un hombre va
encontrándose con otro en diversos puntos de Europa. Son citas que no han sido prefijadas, y cada vez ambos acuden a lo suyo: uno a escuchar, el otro a hablar. El que habla es Austerlitz: una figura enigmática y, poco a poco, conmovedora, que pronto nos tiene (al que escucha, pero también a quienes leemos) acompañándola en la búsqueda de su pasado y de su identidad. Debe de ser uno de los libros más deslumbrantes de las últimas décadas: la prosa hipnótica de W. G. Sebald (1944-2001) va proponiendo, al tiempo que el relato de un personaje absolutamente fascinante, un impresionante fresco de la historia reciente de Europa: un fresco implacable, perturbador, y sin embargo trazado con una suprema elegancia poética.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 4 de enero de 2008.

La ciudad inexistente
(Zerópolis, de Bruce Bégout. Anagrama, 2007)

¿Se puede filosofar en Las Vegas? Desde luego. Pero es
grande el riesgo de obtener resultados absolutamente deprimentes. La medida en que esa ciudad promueve un sentido de irrealidad para quienes la visitan, las implicaciones que su vida frenética tiene para el futuro de todas las grandes ciudades, cuánto de lo que ahí se presencia explica la soledad y las nuevas formas de esclavitud que existen en el siglo que corre... Son los temas de Bégout. Pero, aunque este libro puede funcionar como un punto de partida para una comprensión del fenómeno que cifra esa ciudad, lo cierto es que su visión está subrayada por el prejuicio y, peor, por las ganas de no divertirse. Como sea, el hecho es que aún está por decirse todo acerca de Las Vegas, y ahí radica la fascinación de esa ciudad.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 4 de enero de 2008.

Un álbum personal
(Hecho en México, de Lolita Bosch. RH Mondadori, 2007)

Lo más probable es que el interés de este libro radique meramente en su extrañeza, pues de entrada se deslinda de toda pretensión documental que no sirva a la historia personalísima de su autora y de sus lecturas. Es, así, una reunión deliberadamente caprichosa de autores mexicanos conocidos y queridos y tenidos muy presentes por una catalana que vivió diez años en México: de José Juan Tablada a Los Tigres del Norte, pasando por Xavier Villaurrutia o Paquita la del Barrio, Los Tucanes de Tijuana o Juan García Ponce o Jorge Ibargüengoitia o Juan Villoro o Chava Flores: como el álbum de impresiones que, en una fiesta aburrida, nos invitan a hojear (y nunca sabemos muy bien por qué, pero al rato ya estamos dando vuelta a sus páginas con fruición: será porque la fiesta está, en efecto, de bostezo).
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 11 de enero de 2008.

En trance
(Al sur de la frontera, al oeste del sol, de Haruki Murakami. Tusquets, 2007)

Con Haruki Murakami se antoja pensar que sucede lo que con los mejores directores de cine: que pasan toda la vida rodando la misma película. Y la desolación y el suave misterio que impregnan todas las historias del novelista japonés son siempre iguales en su intensidad, en su fascinación. Ésta tiene fama de ser su novela más triste: un hombre recuerda a la amada de la primera juventud; la reencuentra, pasados muchos años, y lo que sucede entonces es, posiblemente, una de las alegorías de la soledad mejor logradas en los últimos tiempos. Pasa lo que siempre con Murakami: de la primera página a la última, la lectura es una suerte de trance ininterrumpido, y al final no queda más remedio que replantearse la vida entera por todo cuanto, en esas páginas, se ha llegado a presenciar.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 11 de enero de 2008.

La novela imposible
(Si una noche de invierno un viajero..., de Italo Calvino. Siruela, 2003)

Buena parte de la obra de Italo Calvino está regida por la rigurosa determinación de posibilitar lo imposible. Y, en esa vía, procediendo conforme a un escrupuloso plan de invención que nada deja al azar, este libro es uno de sus logros más fascinantes: la novela que nunca termina de comenzar, y que por ello mismo es infninita. «Es una novela sobre el placer de leer novelas», escribiría Calvino años después; «el protagonista es el Lector, que empieza diez veces a leer un libro que por vicisitudes ajenas a su voluntad no consigue acabar. Tuve que escribir, pues, el inicio de diez novelas de autores imaginarios, todos en cierto modo distintos de mí y distintos entre sí». Un experimento, sí, pero también una experiencia de lectura absolutamente gozosa y memorable.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 18 de enero de 2008.

Sobre la cancha
(Hambre de gol [VV. AA.]. Cal y Arena, 1998)

A diez años de publicarse, es asombroso —y una suerte— que este li
bro todavía circule. De Albert Camus a Jaime «El Tubo» Gómez, pasando por una larga lista de indispensables en torno al tema en México, como Efraín Huerta y David Huerta, Rafael Pérez Gay y Antonio Deltoro, pero también por presencias inesperadas, como Fernando del Paso, Evgueni Evtushenko, Vinicius de Moraes o Pier Paolo Pasolini, en la compilación que Juan José Reyes e Ignacio Trejo Fuentes hicieron de los fervores literarios en torno al deporte más popular del planeta, sus figuras, su épica y sus bellezas, no faltan piezas clásicas, como las de Miguel Hernández o Rafael Alberti, ni tampoco los asombros, como una entrevista que hace Fernando del Paso al poeta uruguayo Eduardo Kahane. Sobra decirlo: no es sólo para aficionados.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 18 de enero de 2008.

La ciudad inagotable
(Historias de Nueva York, de Enric González. RBA, 2006)

«En Nueva York, que no sabe de nuestra memoria sentimental ni de nuestro calendario, siempre es hoy y todos los momentos valen». Acaso sólo suceda con esta ciudad: cada reiteración acerca de ella —sus lugares, sus nombres, sus presencias, los hechos con que la historia o la imaginación la han poblado— entraña la posibilidad del descubrimiento original, y por más que parezca estar diciéndose lo mismo acerca de su vida peculiar, siempre admite la posibilidad de que al mismo tiempo esté diciéndose algo enteramente nuevo. Lo demuestra este volumen de Enric González, corresponsal del diario español
El País: un enamorado de Nueva York que no ha tenido más remedio que poner por escrito el registro de sus razones. Un libro para conocer aún mejor la ciudad que tanto conocemos, aunque no hayamos estado nunca en ella.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 25 de enero de 2008.

El cronista privilegiado
(Cómo, cuándo y por qué el arte moderno llegó a Nueva York, de Marius de Zayas. UNAM, DGE, Equilibrista, col. Pértiga, 2006)

La fórmula difícilmente falla: los vestigios documentales de una vida fascinante no pueden serlo menos. Es el caso de Marius de Zayas, un veracruzano nacido al comienzo de la penúltima década del siglo XIX, y que en la primera del XX viajó a Nueva York, donde daría comienzo a una carrera que comprendería las ocupaciones de caricaturista, cronista, editor de revistas de arte, galerista, curador y crítico. Este libro —una larga carta con la que saldó una deuda con el fundador del Museo de Arte Moderno de Nueva York— es una pormenorizada reseña de los hechos y las razones de las vanguardias artísticas de su tiempo, y da cuenta de una perspectiva absolutamente privilegiada (y por ello apasionante) sobre algunas de las figuras que, desde la ciudad de los rascacielos, habrían de marcar las inflexiones más significativas en el rumbo del arte.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 25 de enero de 2008.

La música que cuenta
(No me olvides cuando mueras, de Hugo Chaparro Valderrama. RH Mondadori, 2007)

No deja de ser llamativo el origen de esta novela: el autor, colombiano, se ha declarado enamorado de México desde la infancia (por razones que van de la afición a escuchar en la radio las aventuras de Kalimán a la admiración por la obra de Juan Rulfo), y tal habría de ser la razón de que fraguara una historia ubicada en el tiempo de la guerra cristera. Enseguida, ya en las primeras líneas —«Al otro nadie le sabía el nombre. Y al ciego le decían el güero por su cara de ángel rubio. Igual, los dos eran ciegos, pero el otro era más firme en resistir con paciencia el viaje por tanto pueblo que conocían...»—, lo que atrapa inevitablemente la atención es la musicalidad deliberada y calculadísima de la prosa: una novela en cierto modo cantada, de tal forma que las desventuras y las peripecias de sus personajes transcurren como una suerte de dilatado encantamiento.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 1 de febrero de 2008.

La intimidad
(Pláticas de familia, de Luis Miguel Aguilar. Cal y Arena, 2007)

Una decisión vital que ha de resolverse como una decisión artística: ¿qué hacer con la intimidad? Luis Miguel Aguilar, escritor estimable por diversas razones (su práctica de la crónica de lo cotidiano, por ejemplo; su pericia como narrador y a menudo como ensayista; su entendimiento y tratos con la poesía), ha encarado la cuestión despachando este libro, cuyo signo es la evocación y donde la fortuna literaria depende de la medida en que la escritura consigue volver de nuestra absoluta incumbencia los afanes y las presencias que el autor ha convocado al echar un profundo vistazo a sí mismo. «Al cabo, sólo me propuse (y al paso de los años es mi idea sobre cómo debe intentarse la literatura) hacer las cosas con sencillez y atrevimiento. Espero que el lector dé fe en las páginas interiores», declara en la contraportada. El resultado es conmovedor.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 1 de febrero de 2008.

La risa de la ciencia
(El Doctor Marcelino Cerejido y sus patrañas, de Marcelino Cerejido. Libros del Zorzal, 2004)

El argentino Marcelino Cerejido es doctor en Medicina y profesor titular del Departamento de Fisiología, Biofísica y Neurociencias del Centro de Investigación de Estudios Avanzados. Una vez dicho eso, hay que agregar que es también uno de los escritores más divertidos que puede haber. Y lo suyo, aparte de los artículos que su campo profesional le exige publicar (cosas como «Sinapsis gabaérgicas en la corteza temporal de la rata albina tiroidectomizada»), es la patraña: todo un género que ha cultivado desde hace años a fin de dar cuenta, con dotes de narrador acrobático y certerísimo, de los desproporcionados malentendidos que suele haber en torno a la vida de un científico. Ah, y también hay que añadir que un cuento suyo —como se lee en la primera entrada de este librito estupendo— fue firmado por Borges, aunque nadie lo pueda creer.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 8 de febrero de 2008.

Para esta noche
(El vampiro [VV. AA.]. Siruela, 2006)

«Hemos recorrido varios siglos de vampiros, comprobando cómo una figura
de la imaginación persiste en nuestra alma, pese a todo», escribe el Conde de Siruela en el acceso a este volumen inestimable en torno a una de las creaturas más fascinantes para la literatura, y donde se reúnen los abordajes del tema que han hecho E. T. A. Hoffmann, Poe, Gautier, Baudelaire, Sheridan Le Fanu, Stoker, Quiroga, entre otros. «Como el demonio de la imaginación», dice el Conde —el editor, aunque también podría decirlo el de Transilvania—, «vuela de noche, porque la noche es su reino; y, quién sabe, tal vez puede llegar a asustarnos en alguna ocasión... Incluso —¿por qué no?— puede que se nos aparezca una noche cualquiera, mientras dormimos, y rozarnos con su tacto frío mientras soñamos». Quizás esta noche, al cerrar las páginas de este libro.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 8 de febrero de 2008.

Una cosa y otra
(La ley de Lavoisier, de Nicolás Alvarado y Paul Wasso. Norma, 2007)

No son pocas las razones que este libro ofrece para la exasperación. Es más: parece proponérselo desde la redacción de las solapas. Hay, sin embargo, que sobreponerse a la tentación de tomarlo como un balón para practicar el despeje de portería: la razón es que también ofrece numerosas razones para, incluso, llegar a tenerlo en alta estima. Nicolás Alvarado, ensayista astuto y bien armado, puso a disposición de un amigo suyo de preescolar, Paul Wasso, su producción de una década para que hiciera y deshaciera con ella. Éste aceptó y se hizo cargo de las notas: «Notas que señalen tus omisiones, que cuestionen tus inconsistencias argumentales, que señalen tus contradicciones y tus reiteraciones, que desenmascaren tu cuidada puesta en escena de híbrido de gentleman writer y media darling», como le advirtió. El resultado puede ser divertidísimo. E insoportable.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 15 de febrero de 2008.

Desde la enfermedad
(Una lectura de la vida, de Arnoldo Kraus. Cal y Arena, 2002)

Inscrito en la noble tradición de los médicos que han encontrado en el ensayo literario una vía inmejorable para profundizar en sus preocupaciones cardinales (la prestigiosa biblioteca donde tienen su consulta doctores como Ruy Pérez Tamayo o Francisco González Crussí, para hablar de los mexicanos), y lejos de los protocolos en que habitualmente se ve encorsetada la literatura científica, Arnoldo Kraus explora en esta compilación las posibilidades de comprensión de la vida que entraña la comprensión de la enfermedad. «Ser sano, siempre sano, es una aburrida mentira», advierte en las líneas inaugurales. «Eso es: la vida es una enfermedad. Curarla toda, sanar la vida, sería mala medicina: ¿qué preguntas o búsquedas quedarían? ¿De qué serviría erradicar toda la enfermedad? Se camina mejor la vida con una dosis de enfermedad».
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 15 de febrero de 2008.

El hombre que oye voces
(El ángel negro, de Antonio Tabucchi. Anagrama, 1999)

Alguna vez Antonio Tabucchi sugirió que su proceso creativo se desencadenaba con algo que, de no ser por la literatura, podría pasar por una patología: la propensión a escuchar voces. Los fantasmas del pasado que se acercan a susurrar, pero también los desconocidos y las historias con que deambulan y se pierden de vista. Este libro, seguramente uno de los más hermosos del autor de Sostiene Pereira, es una colección de seis relatos que, sobre todo, conviene escuchar: imaginaciones y desolaciones registradas con delicadísimo oído e, infaliblemente, conmovedores efectos. Particularmente «La trucha que se agita entre las piedras me recuerda tu vida», una pieza maestra sobre la fuerza incontenible de la naturaleza cuya manifestación más devastadora tiene lugar al colisionar el amor, el tiempo y el olvido.
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 22 de febrero de 2008.

Las calles del Dr. Kafka
(Praga en los tiempos de Kafka, de Patrizia Runfola. Bruguera, 2006)

Es difícil decidir si el autor de El Proceso es el emblema de Praga, o si nuestro entendimiento de la ciudad está determinado, ya irremediablemente, por los pasos que el Dr. Kafka dio por sus calles. En cualquier caso, la relación es fascinante, y a tal fascinación se debe este libro, resultado de una demorada averiguación que comezó a mediados de los años ochenta, en las postrimerías del Telón de Acero. Una guía, pero sobre todo un viaje en sí mismo por un tiempo en que emergió en Praga una creatividad intelectual y artística inusitada: «esta Praga», se lee en el prefacio de Gérard-Georges Lemaire, «donde cada piedra, por ínfima que sea, habla de un pasado soberbio, trágico e inquietante y de un porvenir en el que se han visto frustradas las esperanzas, aun las más pequeñas, pese a la inmensa fuerza creadora de la que en aquel entonces ella fue la fuente inestimable de vida».
Publicado en el suplemento Primera Fila, del diario Mural, el viernes 22 de febrero de 2008.




Proyecto Chavita 1: Chavita quiere su cigarro

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Lo primero que debe decirse sobre Chavita es que está loco. Lo último que tendría sentido decir sobre Chavita es que está loco. Más adelante —quizás: nada es seguro en la vida, y menos en los blogs— podré dar detalles sobre él. Por lo pronto sólo esto: acude cada noche al café donde yo, como animal de costumbres, recalo casi cada noche. El «casi» es importante: Chavita jamás falta. De un tiempo acá, tal vez un par de meses, tal vez un par de siglos, le ha dado por sablearme en cuanto me ve: se acerca, ladino y sonriente (siempre viste de traje y trae un portafolios: igual, más detalles próximamente), y con voz de niño siniestro me pide: «¿Me das un cigarrito?». Ahora mismo acaba de hacerlo. Cada vez he ido respondiéndole de más mala manera. Pero nunca se lo niego. Hoy le dije: «¡Mta, voy llegando! ¡Qué lata das!». Y se fue triunfal, como siempre, a fumar su botín en otra parte.
Hace algunos años publiqué el siguiente ensayo sobre él:

Hablar con nadie

Lo hemos visto, y quizás ahora mismo baste apartar la vista del periódico y buscar en las inmediaciones para descubrirlo y verlo. Verlo: se dice fácil, pero al encontrarlo, antes de afirmar que ahí está, habría que preguntarse si el mero hecho de que esté tiene alguna relevancia para la famosa realidad, esa maniática que exige certezas y compulsiva e infructuosamente pretende surtirnos a cambio otras tan precarias como las que miserablemente, a nuestra vez, pretendemos entregarle todo el tiempo. Pero confiemos en los ojos, al menos: ahí está, o estuvo, o estará, sin que necesariamente haya tenido que estar jamás. Más bien, es un hecho: está, pero no está ahí: está extraviado en sí mismo, lejos, aunque se pueda oírlo y aunque incluso llegue a afirmar su fingida presencia con ademanes más o menos elocuentes, y con su risa, y aunque el humo de los Delicados que fuma marque el sitio donde se levanta su ausencia tangible y presente.
Decir que está loco es despachar con desdén imbécil el grave problema que representa, y con apreciar con menos o más compasión las tribulaciones que quizás suponga la perturbación que le rompió la identidad sólo se consigue terminar de borrarlo —como si se tratara de una mancha por la que se pase una jerga indiferente y mezquina. Y no es posible, además: no es posible ni siquiera porque con su perorata complica el silencio que haría falta quizás para tu lectura, para la conversación que te interrumpe con sus carcajadas quebradizas, para estas mismas líneas que deben estar deteniéndose a cada instante porque les interesa más lo que él está diciendo. El loco del café, digámoslo rápido, viene exaltado esta noche. Pero ya se dijo que «loco» es apenas una definición insuficiente —además de abusiva y estúpida. El hombre, mejor, que habla y se ríe y manotea, y de quien sólo vemos esa parte suya que ha quedado en este tiempo, quién sabe si el futuro o el pasado para él, o quién sabe si el presente del que se escapó y para el que nunca va a encontrar el camino de vuelta.
La prolijidad de detalles que es posible distinguir en sus alegatos nos resultaría útil si pudiéramos saber qué diablos alega: no se puede tratar de entender a alguien que está arreglándoselas con las presencias remotas de otro tiempo que no es éste, y apenas pueden aislarse escombros de lo que alguna vez debió ser una inteligencia aguda y sensible, la misma que aparentemente lo abandonó a su suerte —¿o la que nos falta para saber qué se trae, en dónde anda conversando y con quiénes? Ahora mismo, por ejemplo, está platicando la final del Mundial de Francia y abunda no sólo sobre los pormenores del partido —el resultado, claro, eso es fácil, pero también recuerda nombres y números de jugadores—, sino que además especifica cuántos canales era capaz de captar el televisor de la cafetería del bolerama en que lo vio (y da la dirección). Y pasa enseguida a recordar quién posó para la escultura de la Diana Cazadora —¿Ana Luisa Peluffo?—, y luego el Cine Diana en la Ciudad de México, y luego una película que vio ahí: una idea lo jalonea hacia otra, e incluso mezcla los idiomas, y cuenta sobre las cartas que ha dirigido al Príncipe de Gales o al Emperador del Japón, o sobre el proyecto que impulsó de crear una nueva capital para Baja California, o recita pasajes del Poema de Mío Cid, o interpela a Benito Juárez, o... Es extremadamente preciso en las señas con que aparentemente busca aportar veracidad a sus relatos desgobernados: nombres, domicilios, fechas, datos absolutamente exactos, como ahora que ubica exactamente la acera por la que quedaba hace treinta años la representación del Gobierno de Missouri en Guadalajara, y ya parece que aquello va a tener un sentido cuando de pronto la razón se le rompe como un puente colgante, y se desploma y el río sobre el que cae lo lleva a otros rumbos insospechables. Y sigue, memorioso y agobiante, como un Funes que no pudo morir a tiempo.
¿A quién se dirige? Lo de menos es decir que a nadie. Lo espantoso es suponer que a uno, que lo oye: que uno es nadie.




De rebote

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En una de las remembranzas de infancia que constan en su libro Paños menores, el poeta Gerardo Deniz se detiene en la perplejidad que le causó descubrir, cuando todavía era un niño que se llamaba Juan Almela, la noción de competencia (en el primero de sus sentidos, el de disputa o contienda, y no en el de pericia o aptitud). Cuenta ahí Deniz cómo, al participar con un compañero de juegos en una cosa que bien podía ser una suerte de tenis sin raquetas, o quizás una variante de frontón sin muro, él, Juanito Almela, estaba encantado con la velocidad de la pelota, con los botes que daba, y que gozó intensamente los escasos segundos que pudieron transcurrir hasta que oyó al otro gritar «¡Uno-cero!». ¿Qué cuenta era ésa? Tardó en comprenderlo: el compañero estaba llevando en un marcador mental los tantos que terminarían decidiendo cuál de los dos habría ganado la partida. Una partida, sobra decirlo, que había comenzado sin que Juanito se enterara, y que seguramente habrá concluido del mismo modo —harto su compañero, quizás, de perder el tiempo del recreo en explicaciones. Como puede inferirse, después de esa experiencia desconcertante Almela-Deniz jamás volvió a interesarse por los deportes.
Hace algunos días, seguramente también para su perplejidad, Deniz ganó una competencia en la que ni siquiera estaba participando. El Premio de Poesía Aguascalientes, tradicionalmente tenido como el más importante que se concede en México a los practicantes del género, fue declarado desierto, y su monto (nada despreciable: 250 mil pesotes) se decidió que fuera a parar a manos del autor de Picos Pardos. Las reacciones a la doble noticia —provenientes, claro, del gremio de poetas mexicanos: una enormísima minoría— fueron curiosas, por no decir que levemente esquizofrénicas: estaba muy bien que se reconociera por fin a uno de los creadores más admirables que hay en la actualidad, pero estaba muy mal que se hiciera con los dineros originalmente destinados a hacer feliz este año un poeta, otro, cualquiera cuyo libro le hubiera parecido al jurado del Aguascalientes lo suficientemente bueno —y el caso es que ninguno, entre más de 200, lo consiguió: fallo inapelable y unánime, qué se le va a hacer. Dicho de otro modo: se hace justicia al distinguir a Deniz, en principio; pero, al parecer de muchos, es injusto que tal distinción sea como de rebote —como en el juego aquel que jugaba Deniz en su niñez—, y sólo porque hubo un dinero (un premio literario, pues: no nos pongamos tan mundanos) que no se mereció nadie más.
Jorge Ibargüengoitia decía que sólo un imbécil entra a un concurso esperando no ganar. Es claro que los más de 200 poetas que buscaban el Aguascalientes querían ganarlo. ¿Qué decirles ahora? En una entrevista reciente, Deniz confesaba lo que responde a los jóvenes que le piden consejo: «Yo les digo la verdad: ‘no me tomes muy en serio porque no sé de eso’». Hay más premios: no pasa nada si Deniz, a quien le repugnan, ha ganado éste. Bravo por él.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 22 de febrero de 2008.



¡Con programa nuevo!

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¡Nuevo ciclo los lunes!

El Taller de Ensayo Literario
de la Librería José Luis Martínez
del Fondo de Cultura Económica
comienza un nuevo ciclo,
del 10 de marzo al 14 de julio de 2008,
de 17:00 a 19:00 horas.

COORDINADO POR JOSÉ ISRAEL CARRANZA

La nueva edición del Taller sesionará todos los lunes, desde el 10 de marzo y hasta el 14 de julio de 2008 (salvo los lunes 17 y 24 de marzo —Semana Santa y Semana de Pascua— y 5 de mayo), de 17:00 a 19:00 horas, en el auditorio de la Librería José Luis Martínez del FCE (Chapultepec y Libertad).
El costo es de $400.00 por persona (por cada cuatro sesiones); como una promoción, quien desee cubrir las dieciséis sesiones por adelantado pagará sólo $1,200.00: ¡un mes gratis!
Las inscripciones serán en la primera sesión del taller.

Mayores informes en el teléfono 044331-246-7075, o en la dirección electrónica azotecarranza@yahoo.com


Programa

LA FAMOSA REALIDAD (Y SUS ALTERNATIVAS)

El nuevo ciclo del Taller de Ensayo Literario de la Librería José Luis Martínez del FCE trabajará según un programa articulado en torno a la discusión de lecturas a las que, más allá de su diversidad evidente, es posible asignarles el «propósito» común de ilustrar un espectro de posibilidades que el ensayista tiene para hacerse cargo de la «famosa realidad» (la expresión es de Alejandro Rossi), sea ésta íntima, pública, pretérita, presente o futura, posible o flagrante; o bien —pues siempre habrá versiones preferibles de la realidad—, las alternativas que a cada quien convengan.

DINÁMICA
A lo largo de las 16 sesiones del ciclo se hará especial énfasis en la revisión de aspectos formales de la hechura de ensayos, conforme el grupo y la dinámica de trabajo vayan dando ocasión. Como en cada ciclo, también se revisarán los ensayos que, a partir de un temario común, los participantes propongan a la consideración del grupo.
En cada sesión se proporcionarán los juegos de fotocopias de las lecturas a realizar; continúa abierto y funcionando en blog del Taller, para ir publicando ahí los ensayos que los participantes quieran difundir de esa manera.

Sesión I

Lunes 10 de marzo
—Introducción, presentación del programa.
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «La calle»).

Sesión II

Lunes 31 de marzo
¿CÓMO DECIR?
La necesidad de que el ensayista, a medida que prospera en su trabajo, sea consciente en todo momento de los usos que hace del lenguaje.
—Discusión sobre la lectura del capítulo «El lenguaje», del libro La sociedad mental, de Pablo Fernández Christlieb (Anthropos, Barcelona, 2004).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «Un caso de belleza flagrante»).

Sesión III

Lunes 7 de abril
LAS POSIBILIDADES DE LA BELLEZA
La identificación, la procuración y la postulación de la belleza: las posibilidades que abre este cometido para el ensayista, pero también los inconvenientes que puede acarrearle (los riesgos del embeleso, los velos de la ingenuidad).
—Discusión sobre la lectura del ensayo «Un argumento sobre la belleza», del libro Al mismo tiempo, de Susan Sontag (Mondadori, México, 2007).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «El rumbo de la serenidad»).

Sesión IV

Lunes 14 de abril
LA CONTEMPLACIÓN EN PRÁCTICA
La observación, el detenimiento y la liberación de la atención para que encuentre los secretos y los asombros que laten en lo inadvertido.
—Discusión sobre la lectura del libro Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki (Siruela, Madrid, 2006).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «La catástrofe»).

Sesión V

Lunes 21 de abril
LA POSESIÓN DE UNA CERTEZA
Los problemas que supone, para el ensayista, hallarse en posesión de una certeza: ¿hasta qué punto ha de afirmarse en ella, y cuándo le resultaría mejor —en pro de ser más persuasivo— transigir con las posiciones o los argumentos adversos que puede anticipar?
—Discusión sobre la lectura de una selección de ensayos del libro Breviario del caos, de Albert Caraco (Sexto Piso, México, 2007).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «Ocasiones para el sonrojo»).

Sesión VI

Lunes 28 de abril
LA PROCURACIÓN DE LA DUDA
Puesto a considerar continuamente su propio parecer, la medida en que el ensayista ha de permanecer alerta ante los espejismos del orgullo, y tener en cuenta la índole meramente accidental del hecho de que sea él mismo quien está escribiendo.
—Discusión sobre la lectura del ensayo «Si tuviera un solo sermón que pronunciar», del libro Correr tras el propio sombrero, de G. K. Chesterton (Acantilado, Barcelona, 2005).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «Cómo se construye un disparate»).

Sesión VII

Lunes 12 de mayo
LA CAUSA DE LA SENSATEZ
—Discusión sobre la lectura de los ensayos incluidos en el apartado «El que ya no cree en Dios cree en todo», del libro A paso de cangrejo, de Umberto Eco (Debate, México, 2007).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «Por qué la gente es como es»).

Sesión VIII

Lunes 19 de mayo
EL ENCANTO DE LA CHIFLADURA
Disparates, absurdos, locuras e incongruencias de la vida cotidiana: una cantera inagotable para la imaginación y la curiosidad.
—Discusión sobre la lectura de «Mapa repentino de la locura» y otros ensayos tomados del libro No estamos para nadie, de Rafael Pérez Gay (Cal y Arena, México, 2007).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «El deber de la pesadumbre»).

Sesión IX

Lunes 26 de mayo
EL TAMIZ DE LA EMOCIÓN
—Discusión sobre la lectura del libro Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, de George Steiner (Fondo de Cultura Económica, México, 2007).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «¿De qué hace falta burlarse?»).

Sesión X

Lunes 2 de junio
LOS ATAJOS DEL SARCASMO
En qué ocasiones se impone la voluntad de divertir por encima de cualquier otra —y a qué recompensas puede aspirarse, y a cuáles hay que renunciar—, y cómo el sarcasmo sirve a tal fin.
—Discusión sobre la lectura de la crónica «Estoria verdadera de la rreconquista», tomada del libro El encarguito (y otros pendientes), de Guillermo Sheridan (Trilce, México, 2006).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «Me he encontrado conmigo donde menos esperaba»).

Sesión XI

Lunes 9 de junio
LO INMEDIATO
El ensayo como una forma de entendérselas con lo más presente y cercano. Con la propia comparecencia de uno mismo en este día, por ejemplo.
—Discusión sobre la lectura de la primera parte del libro Del cuerpo, de Mauricio Ortiz (Tusquets, México, 2001).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «Mi temperamento y sus razones»).

Sesión XII

Lunes 16 de junio
LO QUE HA SIDO
Las reconsideraciones del pasado, en pos de dar con noticias de nosotros mismos que expliquen quiénes somos.
—Discusión sobre la lectura del ensayo «Sobre los lemas de mi vida», del libro Ensayos Completos, de Karen Blixen (Losada, Madrid, 2004).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «La lista de pendientes»).

Sesión XIII

Lunes 23 de junio
LO QUE SERÁ (O PODRÍA SER, O TENDRÍA QUE SER)
Los viajes al futuro desde la plataforma de la especulación ensayística.
—Discusión sobre la lectura del texto «Algunas de las cosas que debería hacer en cualquier caso antes de morir», del libro Nací, de Georges Perec (Abada Editores, Madrid, 2006).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «Quién mira por encima de mi hombro lo que escribo»).

Sesión XIV

Lunes 30 de junio
ALGUIEN MÁS
—Discusión sobre la lectura de los ensayos «Destrucciones» y «Espejos», de Juan Gelman (tomados del libro Miradas, Era, México, 2006), y «Robert Louis Stevenson entre criminales» y «Oscar Wilde tras la cárcel», de Javier Marías (tomados del libro Vidas escritas, Siruela, Madrid, 1997).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «A lo que hemos llegado»).

Sesión XV

Lunes 7 de julio
CARTAS DE MAREAR
El trazo previo, las cartas de marear y los «instrumentos de navegación» de que, en alguna ocasión, podrá disponer el ensayista para hacer que sus cavilaciones se apeguen a un determinado procedimiento.
—Discusión sobre la lectura de la presentación y los primeros nueve ensayos del libro El espejo de las ideas, de Michel Tournier (Acantilado, Barcelona, 2000).
(Tema a desarrollar en un ensayo para la siguiente sesión: «Lo que sigue»).

Sesión XVI

Lunes 14 de julio
LAS RAZONES DEL ENSAYISTA
Recapitulación de los fines que cada quien persigue en la escritura ensayística, y las consecuencias que, en cada caso, cabe esperar.
—Discusión sobre la lectura del ensayo «¿Y por qué me cuenta todo esto?», del libro Nuevo elogio de la locura, de Alberto Manguel (Emecé, Buenos Aires, 2006).




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Guadalajara festeja su cumpleaños. Retumba el mariachi, se sueltan globos, hay un convite con miles de picones y varios hectolitros de chocolate. Qué lindo todo. Hasta el día amanece bonito, fresquecito y con un sol esplendoroso. Las primaveras, como de costumbre —pero sólo porque es su costumbre, y porque es casualidad que ésta coincida con los febreros de todos los años—, están soltándose los prendedores y dejan caer sus guedejas doradas sobre las avenidas por donde pasean, y a uno hasta le entran arrebatos de cursilería más bien repulsivos que llevan a esto, a hablar de las guedejas doradas de las primaveras paseantes. El Presidente municipal canta «Las mañanitas», se desata la lluvia de papelitos con los colores de los taxis tapatíos, etcétera. Se celebra, en fin, como si en verdad tuviera sentido celebrar. Pero la cosa es que los cumpleaños —de las ciudades, de las personas, de las mascotas, de lo que sea— solamente se deben al mero paso del tiempo: al hecho, absolutamente ajeno a toda voluntad, de que éste no deja de avanzar, de tal manera que para cumplir años lo único que hace falta es no morirse. Quizás, en el fondo, sea ésa la razón de que a Guadalajara se le haga fiesta cada que llega el 14 de febrero, y de que a los tapatíos se nos haga recordar que la ciudad alcanzó ya un dígito más en la cuenta centenaria de su edad: el asombro de constatar que, pese a todo, la ciudad todavía no se muere, ha resistido —o que todavía no se ha dejado matar.
Porque ganas no nos han faltado. No es, vamos a ponerlo así, que los tapatíos detestemos a nuestra ciudad y deseemos borrarla de los mapas. Pero sí es, como dice la canción, que «el rencor hiere menos que el olvido», y que la fuerza destructiva de la indiferencia, de la indolencia y de la incuria es implacable, y sus consecuencias están a la vista todos los días: olvidados, desentendidos de la ciudad por la que vamos, dejamos que progresen en ella la perversión de la convivencia y el deterioro de su memoria, y soslayamos deliberadamente el crecimiento de sus males, de sus horrores. ¿En qué ciudad del mundo la prensa lleva, desde hace años, el conteo —ya hasta con tedio: ¿en qué número vamos ahora?— de las personas asesinadas por el transporte colectivo? ¿Cuál puede ver volar por los aires sus calles, reventadas por la corrupción y la negligencia, sin que nadie parezca resultar nunca responsable? ¿Hay alguna cuyos gobernantes —y con la anuencia tácita de sus gobernados— se obstinen, como sucede en ésta, en postergar indefinidamente el remedio a sus problemas circulatorios, respiratorios y nerviosos? ¿Cuál, en fin, se descompone tan violentamente en varias ciudades que ni se entienden ni quieren verse unas a otras? Porque es cada vez más difícil decir, a estas alturas, de qué hablamos cuando hablamos de Guadalajara: por sus contrastes pasmosos, por el desprecio que tiene por ella misma, por la ignorancia y la malevolencia con que se conduce todos los días. Pero ha sobrevivido, al menos un año más.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 15 de febrero de 2008.




Ojalá

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Temo mucho que aún exista gente así, pero ojalá me equivoque: ojalá que la nutrición del mexicano en las últimas dos décadas haya conseguido alterar la genética de las nuevas generaciones al grado de haber extinguido al fin la nefasta especie: ojalá, al menos, las telenovelas y los cantantes de hoy logren, con sus tramas tortuosas y sus pujiditos y sus sonsonetes, inducir en los cerebros de los posibles ejemplares cambios suficientes para evitar la manifestación horrenda: ojalá, en fin, prevalezca ya una temprana noción de ridículo e indignidad gracias a la cual la costumbre haya desaparecido definitivamente (y ojalá, cuando amenace con brotar, sea reprimida pronto y con los más infalibles sarcasmos, para escarmiento de quienes pretendan perpetuarla o perseveren en ella). ¿Aún existe en secundaria la compañera de salón que se te acerca el 14 de febrero y te cuelga el estigma de la fecha en forma de corazoncito de terciopelo, paleta con forma de corazoncito o cualquier otra golosina acompañada —lo peor— de algún corazoncito con mensaje?
Llegaba preparada con una bolsa de alfileres de seguridad (dorados) y luego de haber invertido las tardes del 10, del 11, del 12 y del 13 recortando y pegando y decorando, con manos de uñas mordisqueadas, las siluetas y los listones y los retoques de encaje. Pero eso, claro, era para el común de los mortales: para los privilegiados habría confeccionado, con algo más de primor y alguna recóndita intención más o menos escalofriante, tarjetas en toda forma, habitadas por los personajes de su imaginación pueril y grosera (aunque también éstos podían estar presentes en los souvenirs de orden inferior, y en cualquier caso existían sólo para uno de los dos fines: al cabo ni siquiera los había inventado ella, pues únicamente se limitaba a calcarlos de álbumes y tarjetas impresas cuya adquisición en masa habría sido insoportablemente onerosa para su economía: de ahí el denuedo artesanal y la absoluta falta de originalidad). Tales personajes, de Kitty a Ziggy, pasando por unos bebés encuerados y pecosos tomados de la mano y aun por Mafalda y sus secuaces en poses del todo inverosímiles, integraban el bestiario propio de la ocasión, del que ella disponía a su artero arbitrio para ponerlos a decir un puñado de variantes de la misma obsesiva idea: el festejo del amor y la amistad y lo bonito que tal festejo es.
Ella, claro, asumía la buena disposición de todos los receptores del colguije y de los elegidos destinatarios de la tarjeta (colguije y tarjeta tan impregnados de resistol como de buenas intenciones, nadie va a discutir eso). Pero además, ya lo decíamos, se precavía con la golosina infaltable: quien sea capaz de rechazar un pedazo de cartulina seguramente no será tan capaz de rechazar un pedazo de cartulina roja con una Tutsi-Pop pegada. Por otra parte, y para evitar defecciones y desaires, procedía rápidamente y sin discriminar: aprovechando el receso entre la primera clase y la segunda, o apenas encontraba una oportunidad (la bolita habitual ocupando su sitio en el patio durante el recreo, impedida de huir, so pena de perder la cancha de básquet, al verla aproximarse), encabezaba el ataque, desplegando a dos o tres cómplices armadas como ella de los dichos alfileres. ¿Qué diablos se proponía? ¿Ponernos a todos a decirnos unos a otros las leyendas trazadas por sus manecitas de uñitas roñosas? ¿Esperaba reciprocidad? ¿Que saliéramos disparados a la tienda de la escuela a comprarle cualquier porquería? ¿Que sacáramos en ese instante, a nuestra vez, un colguije o una tarjeta confeccionados especialmente para ella? Tal anhelo es improbable, pues la tarjeta más sofisticada la guardaba para sí misma, y era naturalmente la primera en prenderse del pecho el colguije más aparatoso. Y, sin embargo, cómo reía y gozaba, y cómo se alarmaba al percatarse de alguna omisión («¡¡¿¿Me faltaste tú??!!»), y de darse ésta con qué celeridad la remediaba, y cuánto parecía complacerse en las excepciones implacables que se daba el gusto de hacer: cómo debía odiar al cretino que dejaba privado de condecoración y de abrazo (pues, encima, sus efusiones las firmaba con abrazo y hasta con besito, desdeñando toda muestra de repugnancia que se le ofreciese). Repentinamente su corazón estaba repartido en pedacitos por todo el grupo, y antes de darnos cuenta ya llevábamos varios minutos con la paleta en la boca, empecinados en hallarle el corazón chicloso para que la comunión fuera así plena, irrevocable, y ella la saboreara unos minutos más, viéndonos así atareados, antes del arribo de la odiada maestra Baturoni con su fobia atávica a la masticación en clase.
Acaso la saña propia de la edad nos hiciera ver sólo imbecilidad en su desventurado festín sentimental, y no faltaba quien depositara pronto, y de modo que ella lo viera, el corazoncito inmundo en el bote de basura (si bien la mofa era mejor practicarla improvisando el infalible dibujo obsceno en la tarjeta escogida para hacerla circular, de butaca en butaca, hasta regresarla a sus manecitas de uñas peladas). Por lo general acababa el día chillando, transformando el menosprecio en ofensa imborrable, y de su almíbar de las primeras horas quedaban apenas las heces resecas del más duro encabronamiento: ¿no que tanto amor? Puedo verla, a la salida, rodeada de dos o tres esbirras que la consuelan, cada una con el corazoncito engarruñado prendido del pecho —las únicas, ya a esas horas. Puedo ver su sonrisa final, mordiéndole las uñas, desengañándola de la fugaz idea de fracaso, mientras va acariciando ya la perspectiva de organizar el intercambio navideño aunque falten tantos meses.
Ojalá alguien me ayude a recordar cómo se llamaba.

(Esta recordación, muy a cuento de la fecha aciaga que es la de hoy, forma parte del libro Las encías de la azafata, de próxima aparición).