Por fin

Ya está clarísimo: un Mundial de futbol será siempre preferible a unas Olimpíadas. Por si quedaban dudas. Ya deberíamos haberlo aprendido bien ahora que están por concluir los días y las noches transcurridos ante el televisor en la difícil pesca de informaciones interesantes, imágenes bellas, competencias emocionantes y, en fin, algo que vuelva medianamente tolerables las caóticas transmisiones (uno puede empezar a prenderse con un partido de básquet cuando, de repente, el escenario cambia y lo que se ve es a un clavadista mexicano zambulléndose en los últimos lugares de la clasificación), por no hablar del ejército de comentaristas detestables que todo lo salpican con incontables estupideces.
A punto de finalizar los Juegos Olímpicos de Pekín, uno tiene la sensación de que todo ha sido una gigantesca tomadura de pelo. Desde la ceremonia inaugural, espectacular pero impostora: tan impresionantes que se veían los miles de cohetes reventando por todo el cielo de la ciudad, para que resultara que no, que todo fue efecto del ingenio digital de los chinos, y pasando por la controversia tecnológica que puso en duda la hazaña de Michael Phelps o las razones que fueron capaces de dar ciertos atletas nacionales para justificar el predecible fracaso de la delegación mexicana. Claro: no puede haber decepción donde antes no ha habido ilusión, y lo malo es que uno, mal que bien, termine siempre incurriendo en la ingenuidad de suponer que tendrá sentido y será provechoso tener encendida la tele a todas horas del día y de la noche. Cosa que, desde luego, no sucede con un Mundial de futbol, donde felizmente hay que estar al tanto de un solo deporte, razón por la cual no hay necesidad de conocer reglas y datos extrañísimos —como en el ping-pong de parejas, que exige que los integrantes de un equipo se alternen al responder los raquetazos de los otros: apenas va comprendiéndose esto cuando el partido ya se acabó—, y donde todos los partidos que valen la pena son transmitidos de principio a fin, no como en las Olimpíadas, en las que uno apenas va conociendo pura pedacera, y que comienzan y terminan siendo abrumadoras: ¿deveras nos importan el hockey, el bádminton, el softball? Y, en caso de que uno tenga curiosidad sincera por algo exótico —el lanzamiento de martillo, el tiro al plato—, debe resignarse a que las horas estén llenas con las eliminatorias de natación o con los arqueros o los boxeadores mexicanos que, en el momento decisivo, yerran como siempre —no sea que se equivoquen y vayan a ganar.
El taicuandó (porque así se pronuncia, ¿no?), para los no iniciados, es indescifrable. Al michoacano que obtuvo el oro nomás lo vimos siendo derribado a patadas. ¿Por qué resultó vencedor? Misterio. Y sí, qué bonito que su familia brincaba de gusto, y su historia de sacrificio... Igual que el lanchero indígena —que no ganó nada—, o que el corredor al que le dieron agruras: uno ve todo esto y lo más triste es que, al apagar por fin la tele, no pueda dejar de preguntarse: «¿Y a mí qué?».

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 22 de agosto de 2008.
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4 comentarios:

Luis Vicente de Aguinaga dijo...
22 de agosto de 2008, 17:18

En mi opinión, cada quien debería tener derecho a componer sus propias olimpiadas, un poco a la manera de quien, al hacer el pedido telefónico, se confecciona su propia pizza, o como el que le pone los frijoles, el guacamole o la salsa de su elección a sus malditos tacos, que de algo ha de servir que sean suyos y no de su vecino. Habría que convocar a una especie de referéndum, consulta pública o mera encuesta con esa finalidad: "Y usted, ¿con cuáles deportes armaría su propio verano, y a qué deportistas o comentaristas de televisión condenaría decididamente al ostracismo, a la pena máxima o al simple y sencillo desdén?" Yo me quedaría con el fut-bol femenil, con la caminata de lentitud (la de velocidad me parece grotesca) y con las intrigas de vestuario y regadera de la gimnasia, la natación, el tenis y el voli-bol de playa (también femeniles). En cuanto a las proscripciones, arremetería sin dudarlo contra las artes marciales (a ver, ¿por qué no son olímpicos el karate y el kung-fu, que son tan internacionales como el yudo y el tae-kwon-do? ¿A qué le tienen miedo? ¿A que alguien saque los chacos?) y decretaría el exilio inmediato de todos y cada uno de los periodistas deportivos de México. He dicho.

Alejandro Vargas dijo...
24 de agosto de 2008, 18:49

Creo que lo peor de las olimpiadas es toda la política alrededor. Y las mascotas olímpicas curiosonas. No quiero decir más si no, explotaría nuevamente.

Víctor Cabrera dijo...
27 de agosto de 2008, 9:56

Broder:

Efectivamente: A nosotros qué chingados. Yo también lo pensé el otro día que un taxista, muy emocionado por el triunfo de la sensual María "Bonita" Espinoza (por si hiciera falta decirlo, las comillas son absolutamente "irónicas"), me dijo:

-¡¡¡Ya nos trajimos otra de oro!!!

-Pos se la traería la muchacha, señor, porque yo, bendito sea Dios, no tengo ninguna necesidad de levantarme a entrenar nada a las 5 de la mañana.

Lo que hay que oír.

Eduardo Huchin dijo...
28 de agosto de 2008, 16:57

Decía Hernán Casciari que las Olimpiadas eran la venganza de las mujeres contra sus maridos o novios:
"En los llamados 'años pares divertidos' (los de los Mundiales) son ellas las que no entienden nada, las que preguntan qué es un off-side, las que preparan bocadillos y las que deben aguantar que nosotros estemos pegados a un televisor el mes entero. Mientras que en los llamados 'años pares aburridos' (los de las Olimpiadas) el sofá es mayormente femenino y los que no entendemos nada somos nosotros".