Pekín


No falla: muchas de las emociones que promueven los Juegos Olímpicos son predecibles, prescindibles, a menudo patéticas o vergonzantes y, por suerte, fugaces y de inmediato archivables en el cajón de los recuerdos inútiles. No todas, desde luego: la belleza de ciertas hazañas —y de ciertos héroes o heroínas que las protagonizan: tampoco es tan fácil permanecer inerme ante las competencias del voleibol de playa, por ejemplo—, así como la mera contemplación de algunos deportes de suyo vistosos, excitantes o hasta insólitos (¿en qué momento de su vida un niño decide que será lanzador de martillo?), son ocasiones en que vale la pena suspender cualquier preocupación para dedicarse a disfrutar con los tantos, las acrobacias, los records rotos o los gestos épicos, y entonces sí que tiene sentido la vida dedicada a echar lonja frente al televisor. Pero, de ahí en más, todo es pura cursilería insoportable: empezando por la ceremonia inaugural y terminando en la de clausura, y pasando por las premiaciones (con ese aire bélico que les imprimen los himnos nacionales) y sobre todo por las efusiones de la cobertura periodística que se dedica invariablemente a cantar las supuestas connotaciones de armonía y fraternidad y paz mundial y demás fruslerías que acompañan a uno de los negocios más rentables que existen.
Las Olimpíadas de Pekín —¿por qué diablos se insiste en llamar Beijing a la capital china en los medios en español, si la Real Academia recomienda el uso de la voz «Pekín»? Por más que la República Popular China prefiera «Beijing» en sus comunicaciones oficiales en español, no hay razón para que los chinos decidan sobre los usos de los hispanohablantes, y menos cuando una decisión así va en contra de la tradición e incluso de la norma gramatical: en todo caso tendríamos que escribir «Beilling», si se trata de darles gusto— se celebran en una peculiar circunstancia: aunque todo el mundo debería boicotearlas por muchas razones (y por menos el osito Misha se vio desairado en Moscú 80), como las violaciones del régimen chino a los derechos humanos, la situación en Tíbet, las incontables prácticas desleales gracias a las cuales la industria y el comercio chinos están devastando las economías de numerosos países por todo el planeta, la intromisión de China en conflictos como el de Sudán, la contaminación ambiental, etcétera, y aunque está mal visto llevarse con el gigante asiático en cualquier terreno de la política internacional, ahí van los jefes de Estado a posar para las fotos de la inauguración, encantados de la vida, en uno de los más aparatosos despliegues de incongruencia de los últimos tiempos. ¿Miedito? ¿O en realidad no son tan censurables las actuaciones de China, y todo es pura histeria?
Pero también nosotros vamos a ver las Olimpíadas, cómo no. No nos queda de otra. Y quién sabe: quizás nos dejen algún instante digno de memoria y de felicidad. Lo bueno es que, apenas comienzan, ya están casi por terminar.
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2 comentarios:

Octavio Aguirre dijo...
11 de agosto de 2008, 20:46

Tranquilo, ¿qué son dos años más para el mundial de fútbol?

Rodrigo Solís dijo...
13 de agosto de 2008, 20:08

Así se habla, o mejor dicho, así se escribe, con las dos pelotas por delante.