Aura


Hasta el domingo, por lo menos, todavía platicaba que estaba leyendo alguna novela de Henning Mankell. Razonaba sobre el entusiasmo que le despertaban los casos policíacos «complicadísimos y muy fuera de serie» del novelista sueco, y se felicitaba por haber encontrado a ese autor. Pero dejaba saber también, ese mismo domingo, que el día anterior le había sobrevenido «un malestar profundo por dentro y por fuera, dolores, incomodidades, tensiones, tristeza (mucha), desesperanza». Sus lectores, seguramente, jamás pudimos acostumbrarnos a los apuntes suyos que, como éste, nos regresaban, a él y a nosotros, a verificar el progreso imparable de la enfermedad: los sobresaltos de dolor, la asfixia, el gigantesco cansancio, el registro pormenorizado de los tratamientos, las consultas, los cuidados que desvelaban a Milagros, su mujer, a su lado; y las náuseas, el desvelo, la debilidad extrema, la lejanía, el dolor otra vez. La tos. La maldita tos. Pero nunca, tampoco, este tema llegó a ocuparlo más de lo indispensable: estaba más bien empecinado en que la escritura, su oficio, fuera lo que debe ser —infinitamente lejos de la autoconmiseración y sabedor, sin embargo, de que continúabamos leyéndolo y que era inevitable que quisiéramos saber, siempre, cómo seguía—, de manera que llenaba las horas y los días con poemas, breves ensayos, cuentos, entradas desenfadadas y a menudo alegres sobre el prodigio del instante... En realidad, a lo que más se parece lo que hacía es a un diario, trufado con series concienzudas de entradas en verso. Sólo que era —y esto siempre lo supimos, él y nosotros, sus lectores— un diario de sus últimos días. (Un diario, es decir, la vida de un hombre, y nada menos que eso: la entrada del 22 de noviembre pasado, por ejemplo, fue particularmente estremecedora: «Hace rato, pasadas las cinco de la mañana, me habló por teléfono mi hermana Marta desde México para darme una noticia terrible: se murió mi hija Cecilia. De repente [...] Estoy atontado, no sé cómo acomodar lo que siento [...] Supongo que seguirá sonando el teléfono»).
Apenas el 27 de julio, pues, Alejandro Aura nos deseó un buen domingo. «Que les dé sabroso el sol y que tengan brisa para refrescarse», anotó. Entre el lunes y el martes ingresó al hospital, por enésima y última vez —y se cuidó de informárnoslo, naturalmente. El miércoles, al buscarlo (en su blog, como siempre: el espacio que sostuvo, cabe imaginar que muchas veces con un esfuerzo espantoso, y adonde muchos fuimos invitados cordialmente por él mismo, vía correo electrónico: el blog donde sigue recibiendo su correspondencia, por cierto: www.alejandroaura.net/wordpress), nos encontramos con la despedida definitiva, la que él mismo se había encargado de adelantar. Murió a las cuatro y media de la tarde del miércoles, en Madrid. Pero alcanzó a dejarnos un mensaje: «...nos vamos a nada limpiamente como las plantas, / como los pájaros, como todo lo que está vivo un tiempo / y luego, sin rencor, deja de estarlo».
Y pensar en la de estupideces que podemos pasarnos la vida discutiendo.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 1 de agosto de 2008.




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1 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
4 de agosto de 2008, 0:01

Que en paz descanse Alejandro Aura. Y Alexander Solzhenitsyn también.