El cuerpo infame

«La revolución más extraña de nuestro siglo», escribió el narrador y ensayista Guy Davenport hacia finales del siglo 20, «es esta evolución perversa e invisible del cuerpo humano en automóvil». Davenport no conducía, y constataba con sereno estupor: «En nuestra sociedad estoy incompleto. No tengo cuerpo. Mi cuerpo, en este momento, debería estar estacionado en una pensión (...) El cuerpo de un norteamericano tiene cuatro ruedas, bebe gas y petróleo y come ciudades».
Tener tal cuerpo supone resignarse cada vez más al hacinamiento, al desperdicio miserable de la propia vida en las horas que se pasan detrás del volante, en filas largas, avenidas ardientes, túneles siniestros, o al dar vueltas y más vueltas alrededor del propósito insensato de encontrar un lugar de estacionamiento. Son cuerpos que acaso puedan alardear todavía —ridículamente, imbécilmente— de su agilidad y su gracia, pero sólo mientras el siguiente embotellamiento los desmiente y los exhibe en toda su estupidez arrogante: pocas cosas hay tan patéticas como la camioneta rugidora, de carrocería pulida como un diamante negro, más apta para volar por las praderas de la inmortalidad, pero inmovilizada y cretina en una calle estrecha y atestada, al mediodía. (Bueno, sí hay algo más patético: el tripulante que va montado en ella: ¿qué pensaba cuando la compró?). Los automóviles, sí, son lindos y hasta fascinantes: portentos de ingeniería cuyas bellas líneas, y sus brillos, y su potencia, y sus monerías sin fin hacen pensar en que son priviliegiados y dichosos quienes llegan a poseerlos. Y acaso lo sean fugazmente. Pero pronto la desgracia nos iguala a todos cuando todos vamos a vuelta de rueda, rabiando y llegando tarde siempre, en la pelea interminable por los restos que aún queden de la ciudad que hace mucho terminaron de devorar esos cuerpos metálicos e insaciables.
En Guadalajara, para colmo, están canceladas las vías de escape de esa «evolución perversa»: hay muchos coches porque la gente piensa —pensamos— que es la forma más práctica de trasladarse de un punto a otro por una ciudad que no deja de extenderse; luego, como hay tantos coches, cada vez es más complicado abrirse paso entre ellos, de manera que ni se llega antes ni más fácil a ningún lado. ¿Habría que renunciar y tomar el transporte colectivo? Sí, pero eso en caso de que hubiera un transporte colectivo en Guadalajara que sirviera, que no matara gente, que pudiera avanzar entre tantos coches. ¿En bicicleta, entonces? Sí, si las distancias no fueran tan grandes —y lo son gracias a que hay coches, y a que creemos que con ellos podemos cubrirlas—, y también si los coches, y los camiones, no mataran ciclistas. «Todo el mundo puede darse cuenta de que el automóvil nos posee, no nosotros a él», observó Davenport. «Somos sus esclavos. Se necesitan unos ojos más agudos para ver un proceso más insidioso: el carro tragándose nuestra alma en su cuerpo de vidrio y metal. Pero esto ya ha sucedido y es como es».

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 30 de mayo de 2008.
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5 comentarios:

Ernesto Cisneros dijo...
31 de mayo de 2008, 2:52

La ciudad que por un tiempo fue el lugar de confluencia y convivencia humana, donde se jugaba, se conocía gente, se platicaba o se pensaba, es ahora un lugar de paso, un lugar en el que no nos hemos detenido a conocer, o a observar, donde las ventanas polarizadas no nos han permitido escuchar, oler, sentir ni ver, un lugar donde el otro está a mucho acero de distancia. El automóvil se ha convertido en un exoesqueleto; nos permite ser máquinas, tratarnos entre automovilistas como máquinas, comunicarnos con el claxon o con el cambio de luces, y al estar protegidos por una tonelada de acero y alta tecnología el peatón se vuelve un ser tan simple, tan vulnerable, tan ajeno y tan prescindible.
¿Qué pasaría si Guadalajara se bajara del coche?
Saludos.

Octavio Aguirre dijo...
31 de mayo de 2008, 15:50

Cruel, pero cierto.

Carolina Álvarez dijo...
2 de junio de 2008, 23:34

Es tan horriblemente cierto, cada vez más coches y cada vez más necesidad por tener uno o simplemente por transportarse y como bien dices en Guadalajara no hay un transporte colectivo... lo cual es una pesadilla para personas como yo sin la fortuna de tener un maldito carro para acortar mis distancias y tener una vida "normal".

Profesor, soy Caro, abrí un blog... espero su visita.

Anónimo dijo...
3 de junio de 2008, 12:29

Impactante y sin manera de contradecir. ¿Será parte de la evolución del hombre que comenzó con el mono y terminará como máquina? De ficción.

Alejandro Vargas dijo...
7 de junio de 2008, 15:03

Son de esas cosas tan ciertas y tan tristes...mas carros menos personas, mas carros por persona, mas personas por mas espacio. Un círculo infinito.