Un encuentro

Una de estas mañanas, pausas preciosas en el trajín diario obsequiadas por la súbita desertificación de la ciudad (¿a dónde se va toda la gente?), en un café, uno se dispone a leer un rato y a estar en santa paz. A los pocos minutos, inevitablemente, llega el camarada al que hace mucho que uno no ve. Claro: también él anda de ocioso, y sólo en estas treguas hay ocasión de coincidir en espacios a los que regularmente, tanto para uno como para el camarada, es difícil acercarse en otros tiempos que no sean los de estas mañanas soleadas y apacibles, perezosas y desquehaceradas. Qué gusto, claro: en realidad no importa que la lectura deba posponerse, pues de inmediato resulta preferible pasar un buen rato de conversación, entre otras cosas para ponerse al corriente sobre las peripecias tanto de uno como del otro en los años transcurridos, para actualizar (y hasta con datos de lo más escabrosos, que son los más sabrosos) la información sobre los amigos comunes y los conocidos, y para hacer memoria de la época en que la convivencia era cotidiana: es, como no queriendo, asistir a la refundación de una amistad, si bien ésta nunca ha sido disuelta ni cancelada —que otra cosa muy distinta es toparse con quien uno no quisiera no haber vuelto a ver jamás, pues si no brotan las desavenencias o los rencores, al menos no habrá modo de evitar la incomodidad.
Pasan las horas, y en ellas es posible recorrer una galería de personajes memorables, al tiempo que va desplegándose un serial desgobernado de anécdotas y noticias —estas últimas antecedidas invariablemente por la fórmula: «¿Supiste que...?»—, especulaciones y conjeturas acerca de quien sí, por lo visto, consiguió desaparecer definitivamente —«¿Y qué habrá sido de...?»—, rectificaciones y puntualizaciones sobre los hechos pasados y, desde luego, de una y otra parte, la revelación de verdades que habrían sido asombrosas en su momento, y que aún hoy siguen siéndolo, y quizás más, acaso por lo increíble que resulta no haberlas sabido entonces: «¿Y tú sabías que...?».
Pero el pasado no es inagotable, y tarde o temprano deja de surtir temas a la conversación: ya desde el principio se había insinuado el tiempo presente —«¿Y en qué andas ahora...?»—, y por fin se instala en la mesa y hay que hacerse cargo de él: es cuando hay que intercambiar nuevos números de teléfono, dar señas de lo inmediato, quizás empezar a quejarse un poco, presumir otro poquito también... (El camarada, recordando que uno escribe en el periódico, no se aguanta: «Oye, ¡escribe en tu columna algo sobre los emos!», y uno le asegura que sí, que ya verá, aunque no tiene maldita la gana de ocuparse del asunto: en realidad tenía en mente hacer una recordación, hoy, de Juárez, pero ya se ve en qué quedó ese propósito). Los últimos minutos parecen pasar más rápido, y al cabo uno de los dos ve el reloj, sugiere que ya es hora de despedirse, y viene el abrazo que sella el encuentro. Ninguno ha querido o ha podido hablar del futuro. Y seguramente es lo mejor.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 21 de marzo de 2008.
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3 comentarios:

Anónimo dijo...
22 de marzo de 2008, 12:37

Oye, hablando de encuentros extraños (telefónicos), hasta yo me caí gorda hablándote tan temprano. Perdón por lo del otro sábado, pero es que la pinche atravancadez me obligó...

Y bueno, pos salud, por los encuentros indeseados!

José Israel Carranza dijo...
22 de marzo de 2008, 19:52

Oi nomás, cuál perdón. Al contrario, me alegraste enormemente el día. Claro: a la menor oportunidad me voy a vengar... Al fin que ya viene tu cumpleaños. No te creas. ¡Salud!

Alejandro Vargas dijo...
24 de marzo de 2008, 19:03

nah, no hables de los emos, habla de lo que quieras (eso siempre lo has hecho) pero es que ya me tienen hasta el copete (no emo) ya chole. Ahora ellos tienen intolerancia con nosotros llenándonos de noticias.