Nuestro Homero


Los Simpson, quién va a ponerlo en duda, son patrimonio cultural de la humanidad. Dicho eso, evidentemente, habría que detenerse a pensar en qué se ha convertido la humanidad para que semejante familia, con la multitud de personajes que la rodea, sea su emblema inmejorable y uno de los hitos más significativos del tránsito de la civilización de un milenio a otro: del tiempo, en suma, en que nos ha tocado estar sobre la superficie del planeta, presenciando la caída del muro de Berlín, la Perestroika, la oveja Dolly, Al-Qaeda, el auge de internet, Paris Hilton, el tsunami y los Delicados con filtro, entre otros acontecimientos más o menos estremecedores que han tenido lugar desde 1989. No es sólo el éxito sostenido de la serie a lo largo de casi 18 años, por más que sea discutible su disparejo nivel de calidad —suele señalarse que la osadía característica de los primeros tiempos ha menguado en las temporadas más recientes, si bien cabría aducir que quizás se haya desarrollado, en los televidentes, una insensibilidad o una tolerancia que vuelven más difícil surtir, con cada episodio, dosis suficientes de incorrección política o desfachateces—; tampoco es que tan naturalmente, y tan asombrosamente, la vida de Springfield haya podido concernir a habitantes de las geografías más diversas en los cinco continentes —aunque con los ajustes indispensables donde hagan falta, y a criterio de las televisoras locales: en la versión árabe se suprime toda referencia al alcohol y al consumo de cerdo, mientras que en Chile no se ha transmitido un episodio en que Homero y Bart se convierten al catolicismo (de acuerdo con Wikipedia, que alberga una extensísima colección de datos respecto a Los Simpson como para que cualquier ciudadano invierta sus vacaciones completas enterándose de cosas inútiles, y ni así va a alcanzarle): lo que posiblemente impresione más de la serie es la unanimidad de sus millones de fieles y la escasez de detractores que tiene, y estos últimos, en cualquier caso rara vez mostrarán algo más que indiferencia —pues el argumento de los primeros contra quien se exprese con desdén sobre Los Simpson es incontestable: «Es que no le entiendes». Y es que no hay gran cosa que entender, por cierto: un gordo imbécil, su esposa neurótica y los hijos de ambos (el canallita, la budista y la bebé sagaz), más la numerosa población de personajes irrepetibles que los acompañan, necesariamente tienen que ser divertidos, aunque en el fondo tengan buen corazón y sus aventuras nunca terminen, como deberían, en desastre irreparable.
El estreno de la película, la expectativa mundial que la ha precedido y la recaudación en taquilla que seguramente tendrá (gracias a la notable estrategia comercial que hizo posible tal expectativa, desde luego) son pruebas de lo inevitable: Los Simpson nos definirán, en buena medida, en el juicio de la Historia. Los griegos tuvieron el suyo: Homero Simpson es el Homero que nos corresponde.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 3 de agosto de 2007.

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1 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
7 de agosto de 2007, 16:35

Jajaja, me ataqué de risa con varios detalles.

Para mi es muy cercano a una religión, soy fan de hueso colorado...cómo Homero a las chuletas los viernes.