López: «¡No hay peor lucha que Lucha Villa!»

La estampa es inolvidable: en la soledad abrumadora del escenario de un Festival OTI, sólo amparado en su guitarra, un hombre con máscara de luchador acompañaba el último rasgueo de un blues con una admirable declaración de principios: «¡No hay peor lucha que Lucha Villa!». Tan insólito era el personaje como la circunstancia: el famoso festival, que tuvo lugar hace millones de años y del que sólo queda recordar visiones esperpénticas (el espeluznante coro de Los Hermanos Zavala, Alberto Ángel «El Cuervo» cantando que él no iba a la guerra, la melena de Felipe Gil tras la batuta, la risita oligofrénica de Raúl Velasco —que en paz puje—, etcétera) era el foro donde uno nunca habría esperado que el de la máscara apareciera. Es cierto que, poco antes, había lanzado, en el furor ochentero de las canciones con imágenes, un videoclip estridente y francamente horrible, el de la canción «El mequetrefe». Pero de ahí a que compareciera en la competencia donde Napoleón solía ganar por noqueada... El caso es que ahí estuvo, cantó el «Blue Demon Blues», gritó eso y no se volvió a verlo en la tele por un buen rato. Lucha Villa, claro, todavía estaba en toda su gloria. A quién se le ocurre.
Hace otros millones de años vino al Cabañas y dio un concierto donde retó a un espectador impertinente: fue, el tipo, se acercó al estrado, y él le dio una cachetadita para que se sosegara. Otra vez, también en la prehistoria, tocó en el Foro de Arte y Cultura, y entre el público cuchicheaban dos señoras ya mayores y muy elegantes. «¡Este muchacho!», decía una, «¡Mira nomás en lo que acabó!». La otra asentía con una mezcla de consternación y resignación. El muchacho, como si las oyera —por lo visto eran unas tías—, con jeans negros, saco negro arriscadito y camiseta, el greñero alborotado, cantaba y se reía y se mecía con la guitarra, como todo un desfiguro feliz de serlo, y en algún momento pareció que iban a zafársele las articulaciones. Volvió mucho tiempo después, en distintas ocasiones: una, estuvo en el Cine Foro, otra en un par de cafés... Cada vez con la voz más rocallosa, con mayor elocuencia en los guitarrazos, con el greñero en retirada y la barriga prosperando. Con canas en las barbas, recientemente. En tanto, la fama («la fama fatal», dice en una canción, «con su nailon que hipnotiza y sus mil y una estrellas») dejó de mostrarse tan díscola como de costumbre, y aunque fuera de lejecitos le mandó besos, gracias a la versión que hizó Café Tacvba de su «Chilanga banda». Y siguió componiendo y cantando (su padre le dijo una vez: «Cantas feo pero tristón»), hizo un cómic con el artista Felipe Ehrenberg, puso su voz a un personaje de Buscando a Nemo, grabó un puñado de discos, publicó un libro, homenajeó a su paisano Rigo Tovar... Cumplió cincuenta años y algunos más. Y ha seguido siendo, para muchos que tenemos en las canciones de La Primera Calle de la Soledad una explicación exacta de nuestra naturaleza sentimental, el mejor poeta del rock nacional. Esta noche vuelve a cantar.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el viernes 15 de junio de 2007.



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3 comentarios:

Alejandro Vargas dijo...
15 de junio de 2007, 23:45

No tenía el honor de conocer a Jaime López, y muchas cosas que mencionas me suenan, pero no las conozco.

Saludos!

Víctor Cabrera dijo...
24 de junio de 2007, 22:17

Jaime López es, sin ninguna duda, el verdadero y acaso el único gran genio de esa variante de nuestra música vernácula llamada rock mexicano y El hombre de Wall Street (su álbum neoyorkino) la piedra filosofal del género.

Gloria a López... Quiero decir, a Jaime López (no vaya a ser que alguno se confunda de señor).

VC

Víctor Cabrera dijo...
24 de junio de 2007, 22:17
Este comentario ha sido eliminado por el autor.