Vamos... ¿a qué?

El centro de Guadalajara no se arregla con ocurrencias. Quién sabe, de hecho, si tenga arreglo, como no sea desalojándolo por completo, desmontando ladrillo por ladrillo cada uno de sus edificios, extirpando toda su flora y exterminando toda su fauna, arrasando con el asfalto de sus calles y avenidas y, en fin, dejando sólo el terreno limpio para empezar de cero, quizás con algunas fincas que, por su valor arquitectónico o histórico, convenga recolocar en su sitio, debidamente restauradas, o con algunos árboles o algunas fuentes que valgan la pena, y dejando los claros para ciertos jardines y plazas en torno a los cuales habría que trazar las calles y disponer las manzanas. Algo así. Por ejemplo, en el tramo de la calle Morelos que va de Zaragoza a Pedro Loza, dan ganas de dejar sólo las plantas superiores de las construcciones, cuyo decoro está casi intacto, metiendo un relleno que sepulte para siempre las inferiores; pero es un caso excepcional, porque en otras zonas sería más provechoso el empleo de la dinamita y contemplar la tabula rasa para empezar a reparar el desastre: cómo se antoja hacer volar por los aires los edificios vecinos al templo de San Felipe, que lo sofocan e impiden que resplandezca en su belleza, o el estacionamiento en forma de donas apiladas que está en contraesquina del templo de Jesús María.
¿No son más vistosas estas ocurrencias? Porque la que ha tenido el flamante Ayuntamiento tapatío, el programa «Vamos al centro», no sólo está lejos de alentar la revitalización de ese espacio, sino que además es prueba de que a estas nuevas autoridades muy probablemente las tendrá sin cuidado la atención decidida, creativa y eficaz de los verdaderos problemas de la ciudad. Que el Alcalde Petersen se imagine que los trolebuses dejan de pasar despuesito de las siete de la tarde, o que a esa hora de los sábados ya la gente no los necesita tanto, es una alarmante señal de su desconocimiento —o de lo mal asesorado que está— acerca de los ritmos y del funcionamiento de la vida en el primer cuadro de la ciudad. Otra es que, al poner en práctica la ocurrencia, no se haya tenido en cuenta que el comercio no puede extender sus horarios así como así: ¿no pensaron que a los empleados, si se quedan hasta las once de la noche despachando, hay que pagarles horas extras? Lo malo es que, por el orgullito característico de los funcionarios, perseveren y se obstinen en la necedad, incapaces de rectificar: el programa «Vamos al Centro» (¿y a qué, por cierto?, ¿a gastar, a aburrinos, a quedarnos sin camión para regresar a casa?) no sólo se sostendrá, sino que les servirá como justificación para decir que algo hacen —cuando deberían estar solucionando, con creatividad y mejor tino, los problemas verdaderamente graves que, sí, tienen como una de sus consecuencias el deterioro atroz del centro de la ciudad: el del transporte colectivo, por ejemplo, que tan difícil parece que alguien se atreva a encararlo.


Publicado en la columna «La menor importancia», en el diario Mural, el 23 de febrero de 2007.
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