La loca sideral

La fotografía no podía ser más elocuente: desamparo, indefensión, miedo. Y, claro, un atroz brillo de demencia en el verdor de los ojos, la sombra del desvelo en las ojeras, la arruga que surca la frente bajo un mechón que jamás volverá a someterse a un cepillo, los labios apretados sobre la contrariedad suprema y sobre la perplejidad que supuso posar para esa lente y ese flash implacables: la astronauta Lisa Nowak, arrestada y fichada tras haber enloquecido de amor. (Lo natural, desde luego, ha sido acompañar esa foto con otra donde la cabellera resplandece, la sonrisa de dientes grandes y recios se despliega como si fuera a ser eterna, las cejas son un horizonte en calma y no las olas encrespadas de la desesperación: la foto delante de la bandera, con el uniforme anaranjado y con el casco espacial momentos antes de encerrar esa cabecita loca para que aborde el Discovery: la foto heroica que se hace a cada ser humano que está por viajar más allá de la estratósfera).
El último accidente de la accidentada «carrera espacial», pese a haber tenido lugar en tierra, ha sido tan espectacular como el estallido más desastroso de cualquier artefacto para cuyo lanzamiento se hubieran invertido millones de dólares. El vuelo vertiginoso de una mujer iracunda rumbo a la venganza no es menos impresionante que el trazo luminoso de un cohete por el firmamento. Claro, hay detalles que afean la empresa de Nowak: se ha dicho que tenía tal prisa por devorar las 900 millas hasta el destino de su misión —rociar a su rival con gas mostaza— que para ello iba provista de pañales con tal de no detenerse. El dato, además de ser poco elegante, y más bien repulsivo, es completamente inverosímil, por fascinante que pueda resultar para la prensa sensacionalista: como preguntaba el otro día el presentador David Letterman, ¿qué coche puede recorrer esa distancia sin recargar gasolina? Sin embargo, si dejamos a un lado el cargante afán de precisión, lo cierto es que los viajeros estelares también suelen llevar pañales, o algún adminículo que sirva al mismo efecto, y Nowak en todo caso no habría hecho más que poner en práctica algo de lo que aprendió en la NASA. También es admirable su determinación, digna del mejor soldado de los Estados Unidos: suéltenle una docena de deschavetadas como ella a Bin Laden y verán cómo no sólo dan con él, sino que lo rostizan con saña ejemplar. (El atentado, además, ocurrió en Orlando: qué mejor escenario para esta versión femenina de Orlando Furioso).
No deja de ser amargoso el entusiasmo con que los medios se han deleitado en comentar el tema: titulares como «Astro-nut» («astro-chiflada», pongamos) o «Lust in Space» («Lujuria en el espacio», por aquella serie que se llamaba Lost in Space: Perdidos en el Espacio), y sonseras por el estilo. Otro presentador-chistoso, Jay Leno, lo abordó en su programa diario con impecable eficacia: «Houston, we have a problem!». En fin, qué historia triste. Y más cuando ya se acerca San Valentín, caray.

Publicado en la columna «La menor importancia», en Mural, el 9 de febrero de 2007.
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