La inmersión y el hallazgo

La espeleología, el buceo y la minería son oficios reservados a espíritus no sólo intrépidos, sino sobre todo tenaces: las incursiones desafiantes que sus practicantes hacen por reinos inaccesibles al común de los mortales les exigen desarrollar sus fuerzas y templar el ánimo de tal modo que la voluntad no se rinda ante lo que proponga el arrojo —mismo que se renueva según la voluntad va descubriendo y rebasando sus límites. Yo, que carezco de la temeridad para sumergirme en minas, grutas o simas, soy dado a pensar que eso que genéricamente entendemos que es el trabajo académico se parece (con sus peligros, sus héroes y sus mártires) a estos oficios de valientes, y por lo mismo he tendido a pasar de largo cuando se ha presentado la ocasión de asomar mi vértigo a las evoluciones que ejecutan los investigadores. Tal precaución, que evidentemente es un prejuicio y, más bien, una pobre justificación de mi negligencia y mi pereza, estoy por comenzar a ponerle remedio tras la lectura de El aprendizaje de la mirada, de Teresa González Arce, y a continuación intentaré exponer las razones de esta reconsideración a la que me condujo dicha lectura —y que debo empezar por agradecerle.
Si bien el rigor y la seriedad son méritos estimables en el abordaje de cualquier tema, para mí suele ser un problema que no estén claras las justificaciones de esos abordajes: así, la ardua y minuciosa labor cuyo resultado sea una tesis para alcanzar un grado académico, aun cuando parezca impecable —y hasta admirable—, suele soslayar lo que yo creo que es un principio ineludible del trabajo intelectual: la demostración, tácita y oportuna, de que esa labor haya tenido que realizarse. De no comprender pronto esa necesidad, y como partidario de los berrinches de Antonio Alatorre contra lo que él ve como ofuscación y gratuidad en el trabajo académico, yo me guarezco en el recelo (que es otra forma de ofuscación). En este libro, sin embargo, que nació como una tesis doctoral, la posibilidad de ese recelo quedó cancelada inmediatamente por la limpidez de la prosa y por la solvencia estilística con que la autora, desde la introducción, consigue hacer entender la pertinencia de su interés y cómo convendrá a nuestra inteligencia y a nuestra emoción prestarle atención. Digo esto porque yo, poco o nada familiarizado con lecturas de esta naturaleza, ignoraba cómo podría concernirme lo que iba a encontrar: la interrogación y la interpretación de la obra de un escritor que conozco muy escasamente. Vi, no obstante, que era más que eso: al tiempo que la búsqueda de sentidos e implicaciones en las cuatro primeras novelas de Antonio Muñoz Molina y en su producción no narrativa, se trataba de una sostenida reflexión sobre la literatura y el trabajo del escritor que implicaba la puesta en práctica de una curiosidad de vastos alcances culturales, y además era un ejercicio de especulación y comprensión que suponía el recurso constante a la intuición y la imaginación: una forma particularmente estimulante de leer.
Sucedió así que El aprendizaje de la mirada resultó para mí, de una forma gratamente inesperada, una enseñanza de lectura, y no sólo de la obra de Antonio Muñoz Molina —cuyo conocimiento previo para la lectura de este libro es, sí, aconsejable, aunque también provisionalmente prescindible, pues ahora lo que quiero es leer de un tirón las cuatro novelas de las que he venido teniendo noticia—: leer en profundidad significa, antes que otra cosa, ir al encuentro de hallazgos que de otro modo permanecerían ocultos, y esto fui constatándolo conforme la misma autora iba internándose en la verificación de las formas en que su escritor estudiado ha desvelado lo invisible, configurando en su obra una versión del mundo y una meditación sobre la existencia de suyo apasionantes, pero que yo quise (y pude) ver además como ejemplos de las recompensas que sin duda rinde la dedicación, si bien ésta —como es el caso— ha de colaborar con la habilidad de establecer relaciones a fin de ordenar un vasto cúmulo de información. Lo que quiero decir es que el mérito de esta exploración no radica únicamente en la disciplina y el denuedo, sino sobre todo en una suerte de instinto de la atingencia, pues lo que hace Teresa González Arce al guiarnos por la obra de Muñoz Molina es una ilustración sumamente puntual del recorrido, mediante la localización justa de las correspondencias, los contextos y las referencias con las que estaremos más próximos a las intenciones del autor y, al mismo tiempo, nos conduce una idea cabal y amplia de la utilidad del trabajo intelectual ejercido en estos términos.
De las resonancias de los Evangelios al resplandor de la pantalla cinematográfica, del ominoso destino elegido por el capitán Nemo a la disolución de la vigilia en el sueño y de éste en la literatura, o de las perplejidades de Don Quijote al salir de la cueva de Montesinos a la perplejidad primigenia que a todos nos alcanza luego de abandonar la caverna de Platón, pasando por el jazz, la estética de la narración detectivesca, la gran aventura de Ulises y la no menor aventura de Freud, Teresa González Arce se vale de ese instinto de atingencia para orientarnos en la averiguación de las preocupaciones y las intenciones de su autor y de los personajes que éste anima. Lo que resulta, y que hacia el final del libro relacionará con el perfil ético que hace de Muñoz Molina no sólo un escritor de primer orden, sino además un caso ejemplar de la mejor noción de responsabilidad literaria, es a la vez el acceso generoso a la obra y la demostración de cómo tendrían que abrirse estos accesos: evitando las sobreinterpretaciones que oscurezcan el camino y controlando en todo momento las digresiones que harían perderlo irremediablemente.
Como lector de ensayos, yo fui viendo además (y aquí mi lectura de esta enseñanza de lectura buscaba dar con aspectos de la escritura a los que me siento más inclinado) cómo quedaba corroborado el sincero interés e incluso la fascinación que la autora tiene por su objeto de estudio, o la conciencia de que al final, aun con todas las demandas de sistematización y orden que supone el trabajo académico, fue ella quien tomó deliberadamente las decisiones estilísticas que franquean el paso por parajes que de otro modo impondrían por su carácter técnico —y que sólo cuando es inevitable admiten la presencia de una terminología especializada: dicho de otro modo, creo que en la preparación del material original (que, encima, estaba en francés) para que adquiriera la forma de este libro prevaleció un ánimo de claridad y, ante todo, el afán de poner a la disposición de cualquier lector atento los descubrimientos que la autora fue haciendo, sus razones y las operaciones del juicio con que sostiene su experiencia de interpretación. Esta experiencia, que parte de la detección de singularidades en la obra de Muñoz Molina y se extiende luego por la reflexión pormenorizada acerca de la novela como vía de conocimiento y por una ponderación de las conversaciones simultáneas que el escritor sostiene con su pasado y con su presente, y que se encamina, hacia el final, a proponer un sentido según el cual se comprenda la relación del lector con lo leído y la naturaleza misma de la creación literaria; esta experiencia podemos presenciarla, y compartirla, desde el momento en que nuestro propio juicio queda tácitamente autorizado a participar, y por ello este libro está lejos de ser una mera exposición de datos (como quizás sería de temer para un lector reacio a conocer los frutos de la investigación académica, y sigo hablando de mi caso particular), pues es más bien una dilatada sugerencia que muy pronto y constantemente, ya lo dije antes, activa nuestra inteligencia y nuestra emoción. Como en la mejor tradición ensayística, nada menos.
Llegado a este punto, razono que el hecho de que Beatus ille, El invierno en Lisboa, Beltenebros y El jinete polaco sean, concretamente, las cuatro novelas de las que se ocupa este libro (además de buena parte del corpus ensayístico y periodístico de Antonio Muñoz Molina) pasó, en mi lectura, de ser una dificultad a convertirse en un aliciente y en una garantía del gozo que seguramente tendré en mis futuros encuentros con este autor. Lo digo para insistir en esa reconsideración de que hablaba al principio: la recompensa que ha representado obtener, con El aprendizaje de la mirada, una demostración de que siempre es posible, en literatura, trasponer los límites del hábito o del prejuicio. Pero más allá de eso, que atañe sólo a mi formación, a mi conducta como lector y a mis expectativas, quiero enfatizar, para los lectores que vaya a tener este libro, que en sus páginas no sólo transcurre una revisión a fondo de Muñoz Molina, sino también una aventura intelectual por rumbos tan ricos y diversos como para que nadie que se anime a emprenderla permanezca indiferente.

El aprendizaje de la mirada, de Teresa González Arce. Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2005.
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